En Zona

martes, 11 de enero de 2011

La Reina Batata


Mi primer recuerdo, polvoriento y pérdido es el de su voz sonando en un viejo winco en el fondo de una casa en Banfield. Eran tiempos absolutos de infancia desenfrenada, ahí un tío joven de esos que nunca faltan, desocupado, bohemio y rebelde trajo uno o dos discos, no soy exácto porque la exactitud es una forma de matar la poesía de vida.
Así entre indios y soldados, goles a la hora de la siesta, baqueanos de hormigas y una perra loca que saltaba como un pájaro, fuí descubriendo las travesías de una tortuga que desde una lejana provincia del sur iniciaba un viaje delirante, loco y enamorado.
Pero fue su voz la que me llevó a paisajes lejanos, a palabras que de dichas muchas veces, cobraban nuevas alturas y que me arrugaban el alma por aquellos años.
Entonces.
Con María Elena hay un quiebre, un recorte y un tiempo distinto. Hasta ella, lo pensando para niños era hecho pensando para grandes pero de estatura mínima, gritos, cachetazos y gestos que amplíaban un camino trillado. Desde ella, apareció otra cosa.
La fantasía que tenían los cuentos contados por alguien sentados en nuestras camas. Historias que nos llevaban asombrados a territorios ricos y nuestros.
Ahí están sus libros, sus poemas, sus discos que forjaron más de dos generaciones, que fundaron una patria con cielos de estrellas y con historias. Era el paisaje del reino al revés, de la vaca que estudiaba, ese del baile alocado de un mono resuelto, porque todos, sin excepeción veníamos del país del no me acuerdo.
Canciones que sonaban por las tardes y que se colaban entre nuestros juegos mezclando palabras mientras el sol, que no tenía bolsillos nos marcaba nuestras sombras. alejándonos definitivamente de gatos con botas, de caperucitas y de pinochos y nos hacía desembocar de pleno y por fin, en un país como el que era, como el que sigue siendo a pesar de tanta tormenta.
Entonces.
Años después, ya como adolescente y queriendo enamorarme la descubrí en una foto de Grete Stern. Descubrí una mujer apoyada en una ventana, con un cuello de camisa excesivo, asombrada, joven y casi invencible.
El mismo tío aquel que tejía certezas en el patio del fondo de un barrio del sur, me acercó a una María Elena para otros, para los más grandes. Esa de la serenata para la tierra de uno, la de los ejecutivos y la larga lista de descripciones, que formaron una idea, por lo menos en mi cabeza.
Aún casi adolescente, en una calesita de una provincia del norte, puse sus discos para sorpresa de viandantes y niños, más niños que yo. Ahí comenzaba, en esa calesita en un parque lleno de vida, mi primer intento de subvertir ciertas cosas de la mano de una poeta, escritora y cantante, que años antes me había ubicado en un universo distnto.
Ahí en esas tardecitas jujeñas sonaba la estupenda reina batata despeinando cabecitas y almitas que desembocaban en un mundo de juego y de certezas.
Tiempo después por esos ojos invencibles, descubrí que su pasión se había llamado Juan Ramón Jiménez y gracias ella, ingresé en el mundo de un poeta, de sus palabras.
Con el tiempo como suele ocurrir en las historias de amor, nos separamos. Vinieron otros poetas y otras circunstancias. Me olvidé de ella en mi loco afán de buscar otros favores y otras estrellas.
Entonces.
María Elena Walsh cantando en un escenario de la ventosa Necochea en los enero de la infancia. Construyendo desde la nada un territorio nuevo, duradero y revolucionario. Padres sumando nuevas palabras para sus hijos nuevos.
Siguiendo las pautas de esta obra novedosa, comenzamos a no ser parecidos a nuestros padres ni abuelos. Iniciamos nuestro propio y primer camino desde la fantasía más rotunda que hayamos descubierto en esas tierras.
Con tortugas, reinas, monos lisos, vacas y reinos, que como siempre debían ser al revés para ser creíbles y nuestros. Así desde la escritura y el talento, fuímos creciendo y viendo crecer como plantitas a nuestros hijos en una apuesta inédita y formidable.
Entonces.
Un día sobrevino en es tierra de uno, la crueldad, la era del fuego y esas crueldades únicas. Ella se refugió entre sus libros. Nosotros buscamos amparo y seguimos. Marta Giménez Pastor, otra gran poeta de mundos formidables para niños, con una generosidad sin par, me enseñó la poesía para "grandes" de María elena, forjando Marta mi reencuentro con esta muchacha de Ramos Mejía, hija del inglés del ferrocarril.
Después vinieron los hijos y su música siguió sonando, sus palabras siguieron jugando entre nuestras vidas, consiguiendo que nuestros brotes, abrieran los ojos de sorpresa mientras definían sus fronteras y consolidaban de a poquito sus viditas nuevas.
Al comienzo de los años ochenta, la enfermedad la sitió. María Elena comenzó una nueva lucha. Una nueva polémica por vivir.
Pero lo importante de todo esto, es que la reina batata, puso en su lugar a fuerza de talento y coraje, un mundo aluvional que terminó enterrando definitivamente a ese otro mundo, viejo y distante que trataba a los niños como locos bajitos, fantasmas en definitiva del mundo de adultos que les esperaba a la vuelta de la esquina.
Ella, María Elena y tantos otros desde el talento forjaron a pesar de las críticas de la academia, un espacio nuevo, una tierra nueva con brotes que había que cuidar de otra forma, con otras maneras.
Había que descubrir y estas mujeres y hombres nos hicieron descubrir a través de la poesía, de la música, del teatro que el mundo de la infancia merecía la honestidad y la inteligencia necesaria para hacernos mejores.
Entonces.
La noticia hoy es la muerte de esta mujer menuda, de ojos claros. Aquella que un día se fue a París y junto con Leda Valladares, con ponchos y canciones antiguas como el mundo, cautivaron a cierta bohemia de los años cincuenta. La misma que visitó al poeta español en su casa de exiliado para descubrir palabras cautivas y la forja al rojo vivo en donde también este fundaba mundos parelelos.
Se murió en Buenos Aires, pero Manuelita vieja y arrugada como buena tortuga saldrá nuevamente desde Pehuajó o de alguna otra ciudad de ese vértigo horizontal que es esa meseta pampa que se parece al destino mismo, para recorrer los mismos caminos como si nada hubiese ocurrido.
Pero por esas cosas que tiene esta vida, prefiero recordarla cantando, desafiando hipocresías. Haciendo lunas cuadradas con las manos, esperando que aquellos que estaban mirando con la boca abierta le comunicaran el error en un juego de acertijos inacabable y perfecto.
Prefiero quedarme con sus poemas y con su mirada azul. Con esa magia y ese corazón y olvidar el resto.
Se llamaba María Elena Walsh y algunos duendes andan ya por ahí, extrañando de veras.

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