En Zona

viernes, 17 de enero de 2014

El otro

Cuesta hacerse a la idea. Dejar pasar el momento en medio de un calor sofocante, que pasa por estas llanuras que algunos llaman patria. Se seca la tierra, a veces hay luz y otras apagón. Se lleva a cuestas la miseria diaria, la felicidad de los vecinos reunidos en el patio del fondo, bajo los árboles. Las risas de los más chiquitos que destripan la tarde a puro grito, porque la saben eterna como todos lo supimos en su momento.
El otro, ese que no soy yo, es el monstruo. Ese otro que uno lee y se construye sobre esa imagen. El otro como enemigo que nos rodea, que a veces nos hace aprender y otras nos obliga a enseñar.
Cuesta el verano en estas zonas del mapa.
Es ahí, en donde uno, escribe, vuelve a leer y se enfrenta con la presencia del otro. Otredad profesional que nos hace recorrer la presunción de ese otro, que no soy yo, que me obliga.
La luz de esta tarde de verano, descompone los colores del limonero del fondo de mi casa. Cobra vida la palabra y se queda, rumiando bajo la sombre de la medianera. Así, se retuercen los días, quietos susurrando tanta vidita pura.
Se enoja el cuerpo y se enojan los días y sus noches.
Digo.
Días atrás me sorprendió, la falta de sorpresa por la muerte del mejor poeta argentino de la historia o por lo menos de buena parte de ella. Juan Gelman se llamaba. Había descartado la posibilidad de vivir en su país. Vivía en México y de allí, nos avisaba con sus poemas la marcha de tanta vida. Las querellas que la vida le imponía a él y a una buena parte de nosotros.


Epitafio

Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba por mi sangre.
Mi corazón era un violín.

Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban la primavera,
las manos juntas, lo feliz.

¡Digo que el hombre debe serlo!

( Aquí yace un pájaro.
                                 Una flor.
                                               Un violín.)

Primer poema de su primer libro llamado "Violín y otras cuestiones". Poesía que abarca sus trabajos desde 1949 a 1956.

Era argentino, le gustaba el tango y el compromiso. Se murió como casi siempre suelen morirse los mejores de por acá. Lejos de su tierra.
Es este, tal vez, el componente esencial de ese supuesto ser argentino. Morir lejos, en otras tierras, bajo otros cielos.
Gelman nos enseñó a muchos, el valor de la palabra, de la idea y del comportamiento en torno a esa idea, a esa palabra.
Militante del Partido comunista, terminó como todos los buenos comunistas siendo expulsado del partido.
Después combatió en las FAR al lado del pueblo peronista. Se exiló en el '75 y siguió siendo poeta a pesar de la derrota, la muerte y la distancia. Por aquí, bajo las piedras de tanto invierno, fuímos sobreviviendo a pedazos, sin nombres y desarmados.
Y así, años más tarde nos reencontramos en su poesía y en su actitud. Rechazó junto a otra compañera, el indulto presidencial, que venía a cerrar el trato entre los dos demonios que habían asolado éstas tierras. Así, no pudo volver hasta hace pocos años.
Era el poeta, que una noche, deslizó que la pérdida más terrible que habíamos sufrido, era la desaparición de un proyecto, que junto con los treinta mil, con los amigos muertos, los compañeros muertos, las familias, los desterrados, los presos fueron el saldo de una derrota tremenda.
Buscó y encontró a su nieta nacida en cautiverio en otro país. Buscó y encontró los restos de su hijo secuestrado y desaparecido.
Y siguió escribiendo.
Pienso.
Solamente dos veces estuve con Gelman charlando. Las dos veces, terminamos hablando de política y no de poesía.
Las dos, contaron con la benevolencia de él, el humor porteño y la ironía. No hubo quejas ni tangos excesivos. Solo charla, vino tinto, cigarrillos y la ventana de un bar angosto y ya demolido.
Dos noches largas, separadas entre si por un par de años. Sin apuros, se fueron sentando en nuestra mesa, los fantasmas, los nombres y los poemas que guardamos en el bolsillo izquierdo de nuestras camisas.
Digo.
Vuelvo a pensar en el otro, en es otro que me obliga. Pienso: otredad, en esa condición de ser otro. Ese otro que no puede negociar su propia representación. Ese otro que no soy yo.
Espero que se ponga el sol.
Me preparo a ese viento de maderas quemadas que viene por las tardecitas. Al lado ya suenan bombos, guitarras y un violín finito como primer beso dado.
Es que están de fiesta y recuerdan sus tierras pérdidas en el tiempo. Es viernes y habrá nostalgias y alegrías hasta tarde, risas, caricias y carne al fuego lento de los carbones, que harán amarillear tanta noche despejada para completar estas ausencias que nos corren siempre por el lomo.
Así se van estos días de este enero.
Cambio.
Soy lo que leo, leeré hasta que la muerte me alcance. Soy de un país que se desbarranca como metáfora, un fragmento de patria desnombrada, de vértice opaco que hace flamear banderas y pronuncia discursos repetidos, siempre como algo nuevo. Un país vegetal en vías de petrificarse y poder seguir sonriendo.
Cuando el que tiene tiene, es gracias a su talento, cuando ya no lo tiene es culpa del estado o del gobierno de turno, que le hurga su víscera más sensible: el bolsillo.
Así vamos, lejos del querer, cerca de la tristeza. Balconeando a los que pasan por la puerta de casa o por la plaza del pueblo.
Irredento como soy, a veces se cuelan en esta milonga, nombres y recuerdos. Datos y punterías. Es la manera que tengo de caminar por esta vida. Fumo a pesar de las objeciones, arreo mi cuadrilla de grillos que noche a noche piden agua. Me distraigo en los aniversarios y espero.
Retomo.
El otro no es el enemigo. Es uno mismo que se dice de a poco. Porque también se construye con el otro, se abrevian los tiempos y se busca al otro.
Me quedo con los poemas de Juan Gelman, recorro sus palabras y descubro, que se entra por cualquier puerta en el mundo de este porteño que nos hizo crecer, inventando y señalando algunos caminos. Dejando huella, para que el que viene detrás, no se sobresalte por las arrugas de los caminos.
Es enero, hace calor, silba la pava al fuego, con el agüita caliente para el mate de la tarde. Se que la poesía es un árbol sin hojas que da sombra al que la necesite. Junto mis libros, los acomodo en ese desorden que llaman biblioteca, saldré a la puerta y caminaré hasta el arroyo que tengo en la esquina de mi casa.
Hay que ser como el agua. Eso dicen. Como los ríos o arroyos, ocupar todo el espacio que ocupa el agua, correr, ensancharse y achicarse. Horadar las piedras y besar los juncos de las orillas.
Ser agua que corre, no la que se estanca. Dejarse llevar y volver de otra forma, para volver a cambiar siempre.
Amigos, ¡qué no sea nada!





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