En Zona

jueves, 1 de mayo de 2014

Bajo este cielo

Desde que tengo memoria, este día, siempre fue un día raro, extraño, imprevisible. Cuando era chico, escuchaba cuentos, recuerdos, de fiestas obreras de las bravas. Personas que se vestían como para ir a una ceremonia y terminaba, invariablemente entreverado en peleas o disputas callejeras con la policía de turno. Corridas, persecuciones y dientes apretados. Cárceles y palizas. Traiciones y amarguras reglamentadas.
Era un día de ciertas pasiones, que entreveía a medias entre mis ansias de ser goleador o asaltante audaz en el fondo de casa. Sin embargo, como en todo buen cuento hubo una vez.
Un 1º de mayo de aquellos, pasó mi viejo a buscarme por Banfield, barrio suburbano con infulas. Era por la mañana. Cosa rara. Dejó a mi hermana y me llevó a mí, prometiéndole a mi vieja un regreso temprano.
La ciudad era un desierto de rojo en el almanaque. Lenta como pueblo viejo. Eran los sesenta, los años sesenta. Años duros si los hubo, aunque los que vinieron después, hicieron parecer a estos, años de jardín de infantes.
Al mediodía llegamos a Parque de los Patricios.
Deslumbrado, al rato, vi, como se poblaba de personas surgidas de la nada. Aparecían de a cientos, por las esquinas que hacen cruz con el parque. Venían gritando, cantaban y agitaban banderas.
Un cielo de banderas, como diría cualquier poeta o como lo dijo González Tuñón en algún libro querido mí y perdido en medio del barro.
Venían de esa patria morena, oscura que tanto impacienta a los poderosos. De ese subsuelo furioso y corajudo.
También venían por ellos, policías montados en yeguas mordedoras, con perros, con lanzagases, con bastones, carros de asalto, hidrantes y todo el arsenal que siempre lleva consigo el miedo y la no razón.
Mi padre, no era de ellos. Casi no tenía nada que ver con aquellos que llenaban parte del parque y mucho menos con los otros que venían a hacer su trabajo. Es decir estaba en el medio de algo que casi no tenía que ver con él.
Parados lo dos, él y yo, sobre la vereda de la avenida Caseros, creo, dejamos que ese río pequeño de personas nos sobrepasara. Tomado de la mano, me sentí seguro. Caminé con junto a él, detrás de una bandera hasta que escuchamos el primer tiro.
El miedo es una deuda que muchos llevan consigo casi toda la vida.
Mi viejo me miró, sonrió y empezamos a correr. Salvajes eran aquellos días. Salvaje era mi viejo y yo también, creo.
Llegamos a una de las esquinas, nos volvimos a juntar y volvimos a caminar hacia ese muro azul que nos esperaba enfrente.
Así dos o tres veces. Después, siempre tomado de su mano, nos volvimos a la estación a tomar el tren que me llevaría a ese barrio suburbano y sureño.
Volví a casa.
Digo.
Siempre que el hombre se rebela, termina siendo inexplicable. La historia nos hace y también, los hace a ellos, a los otros, a los poderosos, a los dueños. Al hacer desaparecer la cultura del trabajo, han hecho desaparecer la organización de la clase obrera, porque la condición obrera es, como decía un francés irredento por ahí, la condición humana en sí misma. Por eso siempre la disyuntiva para el hombre será ser heroico o ser apenas una mesa, una silla, una piedra tal vez. Porque al ser nada, nosotros debemos hacernos a nosotros mismos, desde esos costados que solamente nos quedan para nosotros. En eso estamos estos días en donde como no quien quiere la cosa, me desayuno que a cinco obreros petroleros de esta parte de la roca que habitamos, acaban de condenarlos a cadena perpetua, con pruebas arrancadas bajo tortura en comisarías de ese ancho sur, lejano. Al tiempo que, un juez que participó en interrogatorios bajo torturas durante la dictadura, acaban de perdonarlo o declararlo inocente y restituirle sus sueldos atrasados y sus jubilaciones palaciegas y esas cosas.
No, la verdad nunca es para todos. Tiene dueños.
Pienso.
Es un día, el de hoy de sol, de vientos leves, de risas y alegrías para algunos. Los vecinos, hacen su asado militante y el aire se puebla de músicas. Crepitan los carbones mientras el trabajador se consuela junto con los otros, de esa suerte que a veces logra nublar miradas, agigantar puteadas y dirimir la suerte que siempre viene cambiada y nunca es para uno.
Es un día peronista, me digo, mientras veo esta historia. No, en realidad es un día de rebeliones. De esa rebelión que surgió, en Chicago y que colgaron de una cuerda los guardianes de lo otro.
Es, siempre, fue un día de alegría por la lucha. Porque de ese se trata todo. De percibir la ternura y la alegría. Combaten los alegres, los tristes casi siempre suelen ser enemigos.
Tal vez por eso escribo, para caminar projimos. Para no olvidar siquiera una coma de este tiempo carnívoro que vivimos. Porque cualquier hombre puede ser fugitivo de su propia sombra hasta que decide semblantear esta vida y deja de correr. No se queda quieto, enfrenta y espera.
Cambio.
Ahora que siguen con la tarea de demoler todo lo que quedaba en pie, a uno le van quedando pocas cosas. Algunas de ellas, para mí, irreductible como siempre, sigue siendo el placer de leer, de descubrir vidas escritas, de comprender, que uno piensa mientras escribe, no al revés. Uno piensa mientras se toma el trabajo de escribir. Leo. Descubro y me deslumbro con los pensamientos ajenos. Especie de mirón, de fisgón aventurero.
 Buenos Aires/ Escala 1:1, Los Barrios por sus escritores, es un hallazgo. Uno de esos libros que chocan contra uno, de esos momentos que anteceden a una especie de gloria casera y en camiseta. Un libros de diversos autores argentinos, nuevos o por lo menos de otra generación, con otros límites y con otras voracidades, pero siempre válidas y rotundas. Buenos Aires y sus barrios, vistos por otros, pensada por otros y recorrida por esos mismos, mucho más jóvenes y diferentes y siempre iguales a uno.
Feria del Libro de Buenos Aires, el mismo aburrimiento de hace cuarenta años. El mismo sentimiento de gran librería montada en un lugar por un tiempo determinado. La misma sensación de asfixia que rebota contra el techo de chapa. Voces, gritos, empujones y tipos, que solo quieren vender mucho, terminar e irse a hacer bardo reglamentario en casa, en el barrio o donde sea.
Ahí, cuando se agotaba la anestesia, encontré este libro. Lo compré y volví al pago, con estas palabras asentadas en papel. Lo abrí y como siempre hago, olí entre sus páginas. Vieja costumbre de amante sincero.
Sin embargo, me quedo anclado en sus páginas disfrutando una frase. Una idea, un paisaje de esta ciudad escandalosa arrumbada al orillas de un río sin orillas. A las ciudades suelen cantarlas poetas, interlocutores plenos. Poemas sobre ciudades lejanas, la misma o la vecina. Ciudades rimadas y en alejandrinos.
No. Nunca lo pensé. Tal vez por eso lo compré. Tal vez, escritores, habitantes de esta ciudad nacidos, la mayoría a mediados de los setentas o comienzos de la década siguiente. Escritores, entonces que recorren esta ciudad con sus historias, por diversos barrios, por sus distintos barrios. Caminatas interminables incrustadas en historias.
Camino con ellos por calles que caminé en su momento con otras historias. Ni mejores ni peores. Otras. Recorro sus páginas y una profunda emoción me impregna. Una leve sensación de irrealidad aparecen en sus palabras. Escritores que cuentan una ciudad inconcebible. Ajena y profundamente propia. Falta por supuesto aquella editorial que un día decida rastrear las historias de los barrios que rodean a esta capital y que también hacen a esta ciudad.
Ese conurbano que acecha fuera de los límites de esta otra ciudad tan orgullosa y tan distante.
Vuelvo a someterme a la lectura de este excelente y poderoso libro de la editorial Entropía y me alegro por mi suerte, una tarde de sábado en una feria decadente y pretenciosa que año a año, vuelve a conjeturar lo mismo y obliga a los mismos a congregarse año a año, en medio de esta vegetación pasmosa que vende libros y nada más.
Digo.
Supongo ahora que mi padre me llevó ese primero de mayo a ese parque, porque le resultaba inexplicable la rebelión. El hombre rebelde hermanado con otros en una rebelión que latía. Nunca fue uno de ellos, sencillamente le gustaba la pelea.
Muchos años después, ya enfrentados nosotros dos, seguía recordando ese día. Lo llenaba de alegría o tal vez el recuerdo de un hombre joven con su hijo chico en medio de las banderas, los gases, las corridas. El de saco y corbata, como muchos otros enfrentando una porción de ese destino solitario que por aquellos años vivían millones.
Cada vez que nos encontrábamos, ya más grandes lo dos, solía recordar o mejor dicho preguntarme sobre mis sensaciones de aquel día.
¿Qué hacía un tipo como él junto con su hijo en medio de un enfrentamiento con la policía en el Parque de los Patricios?
Yo recuerdo poco. Algunas escenas. Gestos, puteadas y la caballería de los cosacos cargando contra los desarmados de a pie que les hacían frente sobre los adoquines de la Avenida Caseros. Recuerdo el vértigo del miedo posible, pero también mi tranquilidad de saberme tomado por su mano y protegido por su locura.
Pienso.
No. No. Ahí no me hice peronista. Eso ocurrió muchos años más tardes. Creo que después del asesinato del Che en Bolivia, en Jujuy, provincia en donde vivía por aquellos años.
Creo que por aquellos años finales de los sesenta comencé a pensarme de otra forma. No aminoré la velocidad de mi vida, sino todo lo contrario.
Recuerdo los amaneceres de aquellos primeros de mayo, pintando paredes, armando miguelitos, perfeccionando las llamaradas de los infiernos futuros. Tomando mate en uno de los puentes que unen a esta ciudad con el resto del país.
Viajando con sueño y hambre hacia esa nada escenificada y sonriente que nos esperaba a la vuelta de la esquina.
Recuerdo el último, cuando nos fuimos de una plaza dejando solo el espacio vacío. Sabiendo de antemano lo que habría de venir, aunque claro, nunca supimos del todo, lo que habría de venir.
Pero ese día lejano con mi viejo, descubrí lo que era un día peronista. Con él, que no lo era y conmigo que no lo sabía.
Cambio.
Llego a la música como un naúfrago. Sediento y con ganas de amor al amanecer. Siempre llego igual. Desnudo y con ganas. Me someto a ella y me quedo añorando la eternidad. Me gustaría ser eterno para morir después. Así me entra la música en el cuerpo. En ese cuerpo a cuerpo que tengo con ella. Me detengo, me quedo quieto como los gatos antes de la explosión.
Una vez, hace años descubrí un trío que se llamaba Clusone. Tuve un solo discos de ellos. Los busqué y nunca más pude encontrar nada de ellos, ni siquiera ese único disco que tuve de ellos. Una lástima.
Sin embargo acaba de descubrir este belleza en la que participa uno de ellos. Ernst Reijseger. Cellista y enamorado de la música. Junto a Harmen Fraanje y Mola Sylla editaron el año pasado esta obra maestra llamada "Down Deep".
Aquí conviven por esas cuestiones extrañas que padecemos, diferentes conceptos musicales. Diferentes lecturas de una misma realidad, que terminan siendo lo que siempre suelen ser. Realidades que se cruzan entre sí en diferentes caminos.
¿Jazz? No. Pero también si o a lo mejor, solamente música que acompaña, que se presenta como lo que tiene validez. Música y nada más.
Tres tipos haciendo música, respetando sus convicciones y logrando un sonido profundo que busca, conectarse todo el tiempo. No es casual que Winter & Winter sea el sello que lanza esta pequeña obra de arte. Lo ha hecho antes y seguramente lo seguirá haciendo, si el capitalismo salvaje los deja.
Mientras tanto, sigo disfrutando de esta bella música que tampoco será del gusto de esas mayorías con las que nos persiguen los de siempre.
entonces menos Justin Biber y un poco más de altura a la hora de someternos relajaditos a este placer profundo. "Elena" por ejemplo es el primer tema y una lección de mezclas, de miradas y de hasta olores diferentes que se nutren entre sí, para llegar a cualquier parte. No importa la dirección, sino el siempre ir.
Digo.
1º de mayo bajo este cielo. El viento de la historia sigue con su curso mientras nosotros, seguimos apostando por esa alegría profunda de reconocernos entre nosotros. De sabernos juntos, de rebelarnos siempre. De saber que ellos, los otros, por ahora ganan. De este lado, sigue intacto el amor y la ternura. Bajo cielos de banderas, con las canciones aprendidas de memoria, con nuestros hijos nuestros, con nuestros nietos nuestros. Con los hijos de aquellos, que se apean y miran el fuego con nosotros. con esos otros que ni nombre tienen pero que cubren con su mirada siglos de explotación y muerte. Con estos otros, que comen su asado al lado y ríen mientras las cumbias hacen estremecer caderas y corazones. O sino con esos, que esperan, sabiendo de antemano que será difícil y largo el camino de la justicia.
Todos. Todos juntos seguimos  profetizando hijos y amores, territorios nuestros y orgullosos y altivos vamos enfrentando, como se pueda, al olvido deseado por aquellos para los cuales no somos más que carne y brazos fuertes, sin nombres ni historia.
Por eso siempre es conveniente, tener memoria y volvernos inexplicables para ellos.
Compañeros está todo pago como siempre…






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