En Zona

jueves, 8 de mayo de 2014

El dibujo de la palabra

Recorro con un dedo mapas, construyo los míos con la fantasía de la imaginación. Invento países lejanos, inexistentes. A veces soy como ese inventor de países o comarcas, que puso Italo Calvino frente a un emperador. Allí, los dos, inventan sus propias ciudades. El que narra y el que escucha. Construyen entre los dos, una ficción, que los desborda. Las Ciudades Invisibles, territorio ganado al silencio, en donde Marco Polo redescubre ciudades inexistentes a un Kublai Kan emperador de los tártaros, crédulo y alerta.
Recorro países que solo habitan en mi memoria. Como los cuerpos ya olvidados, como los cumpleaños del pasado que habitaban entre mis cosas. Recorro palabras de otros, buscando tal vez las mías o solamente para distraerme. Amontono palabras como paisajes, memorizo contornos, salivas y respiraciones. Fundo ciudades en mí, que no conozco, pero que se nutren de palabras, de costados y olores.
Miro un cuadro o dos de Mark Rothko y veo, detenidamente, la línea del horizonte. Los colores no importan demasiado. Están ahí para ayudarnos en el silencio que nos pare.
Vuelvo a mirar ese horizonte, que este pintor sacaba de su paisaje original. Paisaje, pasaje de una imagen a otra. Vértigo horizontal, dije alguna vez o dejé decir. Invento países que se duermen esperando por sus nombres. Deletreo los perfiles de sus costas o solamente de sus sombras que les siguen las huellas.
Me asombra la tarde que me toma descuidado mirando los árboles, adivinando los vuelos volados de tanto pájaro sin nombre propio.
Me quedo fumando mientras se enfría esta parte de la tierra. Mientras los días dibujan memoria.
Digo.
Cada vez leo menos diarios, escucho menos noticias. Me alejo de esa razón diaria que manejan otros por mí. Me alejo de esas construcciones subjetivas que me dicen al oído como pulir mi odio minuto a minuto. Descreo. Renuevo en instantes, ciertas asperezas que me producen los medios de comunicación masiva. Las direcciones que debemos tomar o sencillamente aceptar. Me quedo en silencio. La vida sigue su curso mientras esta roca humeante que habitamos, se desliza poco a poco hacia otra realidad que, supongo, habrá de modificarnos.
Los cambios serán lentos, pero serán.
Pregunto.
Al igual que los nazis en su invasión a la Unión soviética, los aliados de occidente, los defensores de la libertad e independencia, acaban de incendiar la sede de un sindicato, con enemigos dentro ¿Casualidad? Acaban de hacer lo mismo, que hicieron no hace mucho, aquellos que decían proteger al mundo civilizado de la plaga del comunismo. Pero ahora, ahora no hay más comunismo.
Vuelven a sacrificar lo molesto. Queman vivos otra vez a los diferentes.
Odessa, así con doble s, como su grafía original.
La que resistió a ingleses y franceses, la que combatió contra los nazis. La ciudad más inverosímil jamas inventada por los hombres. La ciudad en donde vivió Pushkin, la geografía de donde surgió, para mí, uno de los mejores escritores del siglo pasado.
Isaak Babel de alguna forma, edificó su vida desde diferentes opciones. Comunista, escritor, judío, periodista, ruso y talentoso. Ayer volví a recorrer algunas pistas de su gran libro "Caballería Roja", también y si se busca con paciencia se encuentra "Cuentos de Odessa". Seguro que quedan por allí otras obras suyas.
Babel, como no podía ser de otra manera, pagó con su vida en las purgas del Pepe Stalin. Murió de un tiro en la nuca por representar todo lo odiado. Pero antes, antes fue un militante.
Viajó con los cosacos a la guerra. Lo hizo como periodista y escritor, cubrió la guerra y descubrió ese lado salvaje, que siempre existe en las guerras. Fue critico con eses hombres de a caballo, que arrasaban casi todo a su paso. Con los comisarios políticos del partido, que miraban hacia otro lado, con los generales que cubiertos de sangre, dormían soñando con la gloria. Babel cabalgó con ellos en una guerra, que poco a poco, comenzaba a despedirse de las cargas de caballería y asumía como propio la novedosa costumbre de de esos daños colaterales que servían solamente para ejemplificar el advenimiento del terror como arma secreta del futuro.
Babel entonces despliega todo esto entre las páginas de un libro, que terminaría siendo su perdición años más tarde. Sin embargo, ahí está. En la biblioteca. Ya nadie lo lee. Nadie recuerda su nombre ni siquiera su talento.
Odessa era su ciudad. Una ciudad de poetas, un puerto de amores y desamores. Una ciudad, que vuelve a formar parte de mi moral.
Allí, los ucranianos ahora amados por una europa ( así en minúscula) necesitada de sangres y mercados, acaban de formular otra vez, la solución a sus problemas. Quemaron vivos, encerrados en un edificio a otros. Los incendiaron y se pusieron a mirar el espectáculo. Repitieron una partecita minúscula de la historia. Después volvieron sus miradas a otros edificios. Sinagogas y comercios, hasta que se hizo noche y todos disimularon.
Será cuestión de ponerse a pensar. ¿No será que el capitalismo inventó en su momento a Hitler para derrocar el poder de los soviets en la vieja URSS? ¿Será?
Pienso.
Ahora le llegará el turno a las ex-naciones soviéticas enfrentadas con Moscú. Chechenia y todo el resto. Comenzarán de nuevo estos enfrentamientos para demostrar que el mundo tiene un solo dueño y que justamente, no son ellos, sino los otros. Aquellos que hablan de todo lo que nunca cumplen, pero que les sirve de excusa.
¿Cuál es la excusa de Ucrania? El ingreso a la Unión Europea, a la Otan, al gas de los Estados Unidos y al libre mercado, regulado por los nazis de ese país. País que tuvo un comportamiento vergonzante en su mayoría durante la segunda guerra. En fin.
Digo.
Vuelvo a los paisajes de Rothko. Me detengo en ese infinito que se aleja siempre como la utopía. Por eso es utopía. Miro los colores y me dejo llevar nuevamente, enamorado a parajes desconocidos, con otros nombres. Cuando era chico, jugaba con un lápiz y una hoja. Ahí dibujaba contornos, cada trazo era parte de una frontera. Inventaba países, bautizaba una geografía nueva, organizaba nombres imprevisibles. Seguía con la yema del dedo índice, esos perfiles lejanos y sin lugar fijo en ningún mapa.
Siempre me gustaron demasiado los perfiles.
Me quedo entonces, estacionado en ese color que el pintor promulgó por las inmensas llanuras de su vida, que rodearon su vida durante buena parte de toda su vida. Emigró de su país, se fue a los Estados Unidos y fue considerado uno de los mejores pintores del siglo pasado. Pintó, con furia, con ganas, con esa secreta pasión que tienen algunos que saben, que tienen algo por decir a pesar de todos.
Engañado, robado, estafado por su mujer, la cual siempre volvía a él después de cada combate con la vida, hicieron del pintor un hombre obsesionado con ese infinito inalcanzable.
Ahí están sus cuadros. Ese concepto de fuga hacia la nada. Ese carácter que se desborda y que nos termina desbordando a nosotros, los que parados en un museo, nos detenemos al margen de todo, frente a unos trazos, que nos revela, a nosotros algo indefinido.
Es como el amor o a lo mejor el amor es siempre todo y nosotros parte de eso.
En algún momento de los últimos tiempos, hice un viaje de cientos de kilómetros, para visitar una exposición de este pintor, especie de amor secreto. Viajé y volví, después de sentarme un rato frente a uno de sus cuadros, sometido al silencio tonto que siempre destilan estos cementerios modernos que suelen ser los museos.
Porque la cultura es para los vivos y los vivos somos ruido, puro ruido que anda.
Viajé, llegué a un país extraño para encontrarme con sus colores.
Pienso.
Uno se va siempre sabiendo que vuelve. Desde siempre nos crece este sentimiento. ¿A qué se vuelve? A nada o a todo. Se vuelve para saber que podemos y poco más. Cuando me fui una madrugada cualquiera, supe que iba a volver, que hacía lo que hice para volver a algún sitio, sin nombre ni cuerpo. Porque de alguna manera, el hombre es paisaje que camina y siempre se termina volviendo de una manera u otra.
Recupero los dibujos que hacen las palabras y pienso, escribo mientras lo hago y de una forma inocultable, plasmo mis pensamientos. De eso se trata el escribir, ni más ni menor que de esto.
Asombrado, abismado en esta realidad que me circunda, vuelvo a esa lejana Odessa, tan hablada, tan recordada y sin embargo nunca entrevista, nunca visitada por mí, sino por esos cuentos del viejo Babel que me hablaban de una ciudad con puerto, parecida a la mí. Con sus ladrones, testigos y putas circulando por calles de nombres desconocidos.
Allí descansó Chejov o mejor dicho, en esa ciudad Chejov creyó por fin en la felicidad ¿Creyó? El mejor escritor ruso de todos los tiempos, para mí, por supuesto. En esa ciudad al borde de un mar, se fraguaron tal vez, cuestiones de la historia moderna del siglo veinte o acaso, todo, absolutamente todo fue un sueño loco, transmitido de unos a otros, para edificar una ciudad que se solo habita en las lenguas y todo su recorrido.
Cambio.
Cada momento en la producción de Richard Ford, merece una alegría. Ford, un escritor norteamericano ha logrado concretar un corpus literario. Así lo descubrí un buen día. No sabía nada de él, salvo un cuento que había leído a las apuradas en un bar porteño y mucho alcohol.
Pasó el tiempo, en esos vaivenes que construyen las esperas, volví a él.
Un par de libros de cuentos, una selección de cuentos de Anton Chejov organizada por él y tiempo después, "Canadá" su última novela. Ahora en otra geografía, con un arroyo a menos de cien metros, árboles antiguos y poca gente alrededor. Falta poco para decidir la felicidad. Así, desemboco en una novela profunda, como esa música que suena siempre en la cabeza de las buenas personas. Un matrimonio, que un buen día decide asaltar un banco y son capturados. El éxodo y el desarraigo, el final de algo parecido a una familia. Todo contado por el hijo. Todo visto desde esos infelices años que siempre suelen ser los de la adolescencia. Seca y tersa es la escritura de Ford. Siguiendo su hilo, absorto en sus pensamientos, uno va siguiendo esta historia que tiene vida propia. Junto a John Irving, Ford logra conectarme con cosas particulares del pasado. Ambos, descubren desde sus historias la mirada de esos hijos que nos siguen asombrados por la vida. Que nos esperan especulando en su crecimiento o que nos marcan la ruta de sus futuras vidas. Ford mejor cuentista que novelista para mí, me sedujo con su "Canadá", con una historia que abreva en algunos rincones de lo mejor de la literatura yankee de siempre.  Lo leo y encuentro compases de Salinger, pero mucho también de Raymond Carver, algo de unas pocas, muy pocas novelas de Paul Auster y la lista puede seguir como una culebra entre los pastos.
Una gran novela con su misterio develado desde las primeras líneas, recorrida por este hijo sorteando las sombras que toda vida disputa siempre. Una novela para celebrar este rito, antiguo y justiciero que siempre suele ser la lectura y la producción inigualable de esa emoción chiquita y particular que cada lector siempre dispone para si.
Digo.
A lo mejor lo que Rotkko plasmó en sus pinturas fueron los perfiles de esas llanuras inagotables que lo rodearon en sus dos países. A lo mejor esa línea pensada en medio de la nada sea nada más que ese descubrimiento que se plasma, que se dispara desde la nada misma hasta construir algo que significa nada más ni nada menos que esa nada que nos acompaña, creando en nosotros solamente el silencio necesario para descubrir las múltiples vueltas que un creador ofrece al resto. Solo para seguir.
Seguir esquivando particularidades para enfrentarnos a ese todo casi redentor y ateo que nos come por dentro.
La intranquilidad del arte. La que nos hace pensar. Lo imprevisible de toda búsqueda que nos obliga, que nos compromete con algo mejor. De allí la ternura que nos hace sucumbir en medio del placer, en medio de esa nada que reemplaza a ese otro todo que nos rodea.
De allí el dibujo de la palabra, la palabra justa que señala. La palabra que nos ayuda a modificar, a reponer en su sitio esa añeja idea de justicia. Abrumados por estar acorralados entre tanta mentira, tanto devaneo flojo y ruidoso, sitiados entre lo que no dicen y lo que dejan traslucir, vamos. Llevamos a cuestas apenas lo que somos, por eso, somos mejores que ellos. Porque resistimos a pesar de tanta silicona sujeta y vacía. A pesar de tantos cantos de sirenas agotadas, seguimos creyendo en una cierta forma de amor, de pasiones que nos entibian los corazones y de sonrisas que conforman nuestras alegrías.
De fondo se desprende algo de Dr.Feelgood, los héroes de la clase trabajadora, banda de pub originarios de la isla de Canvey, zona de destilerías, humos y abandonos. Se hace de noche y el frío y la neblina corre a todos hacia el calor y la tranquilidad. Algunos obnubilados se quedan fumando en las esquinas, esperando el amor de siempre que nunca viene, que casi nunca llega sola.
Los Feelgood me ponen de buen humor. A veces se me asoma ese costadito salvaje que me gatilla lunas y soles, pero ya, casi enseguida se me termina pasando.
Es que vivo en un país que por lo menos suele ser ambiguo y eso se nota desde lejos y que forma parte de ciertas costumbres y se sabe, no hay fuerza mas terrible que la costumbre.
Compañeros que no sea nada...




2 comentarios:

  1. Me tocaste la fibra con Bábel y Odessa (con dos "s", como allí pronuncian el nombre de su ciudad, como arrastrados por la brisa del Mar Negro, con una medio sonrisa). Olvidaste apuntar, sobre la extrañeza de la ciudad, que que fue fundada por un español que seguramente soñaba con fundar una gran capital en América Latina. La calle principal es "Derivasovskaya", es decir, "De Rivas", fundador de la "capital" "mediterránea" "de" "Rusia", todo entrecomillado, como la propia ciudad. Allí donde Bábel quería llenar de sol y olores la literatura rusa, pues, según él, era lo único que le faltaba. Gracias Compañero!!!!!

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    1. Cierto, me había olvidado de ello. Rivas, loco y perdido, fundó una ciudad bella y llena de via. Perdón por este olvido, muchas veces hablado en tardes perdidas y emotivas.
      Salud compañero!!!

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