En Zona

viernes, 5 de septiembre de 2014

Como un río que fluye

Como en un cuento, el relato se yergue por encima de cualquier suposición. Contar noticias de esta parte del mundo se torna, en mi caso, cuesta arriba. Contar para sujetar una realidad, que siempre es pequeña comparada con nada. Por eso, me detengo y elijo un cuadro de Lucien Freud, para inventariar en palabras, sonidos que se encadenan en un sinfín con ningún destino. Sirve una pintura, un trazo, una parte de ese todo vedado para todos, para mí y que sin embargo se convierte en un momento detenido sobre un lienzo, escondido en una palabra, disimulado en una mirada que no es inocente, como ningún gesto lo es a simple vista.
Se desdibuja, hablando de pintura la conexión con ciertas pautas, ciertos límites del color. Un cuadro es apenas una muesca que queda estática en el río eterno de cuestiones que nos persiguen desde siempre.
Entonces es ese cuello dibujado, sometido al color el que nos recuerda cuellos, pieles, tactos entrevistos a lo largo de décadas de peregrinaje.
Lucien Freud me gusta, por su vida, por ese calor que supo dibujar en cada tela. Me gusta por su historia. Por ese intento de romper con aquello que siempre estuvo roto.
Un pintor y su mundo.
Descubro.
Partes de esa discusión que nos sitúa en el borde. Hablamos de nuestras cosas, cuestiones inmensas que se pierden en medio de un mundo distante, delirante, anárquico y sin embargo palpable. Nos situamos en nuestra historia y eliminamos al resto. El resto no existe en tanto y en cuanto a esa finitud que nos hace insoslayables. Contrabandeamos verdades creyendo que son únicas, inobjetables y rotundas mientras que en otra cama, en otra parte ocurre lo mismo.
Rumiamos letanías, ignorando lo chico de todo. Lo leve, lo apenas visible de nuestro mundo. Entonces desde esa pequeñez que somos, vamos amontonando pistas que se pierden en las primeras sombras.
Se acerca la primavera, se huele en el aire y comienzan los perfiles de las flores a asomar del sueño. De a poco, todo vuelve a desentrañar sus respuestas.
Me detengo.
Dino Saluzzi vuelve a hacerse presente en mi discoteca personal con su último trabajo pensando y desarrollado en su segunda patria. Desde Alemania llega esta pequeña joya de música casi de cámara. Un disco lento, detenido en las alturas de una cima creativa que sigue alumbrando pequeñas obras de artes, que desde hace años sigue trazando un camino diferente, alejado y casi cristalino. Saluzzi músico proveniente del folklore argentino, solía tocar en los bailes de carnaval en los cañaverales de su provincia. Allí entre fragores propios del fin del mundo, él, sujetaba su bandoneón y hacia girar a hombres y mujeres en torno de una melodía apasionada.
Sin trabajo, ni dinero para comer, un buen día decidió emigrar. Se fue lejos, a un país extraño y difuso para el resto de sus compatriotas. Se fue con su familia y con su música. De a poco, logro conmover y un buen día, alguien le comentó a otro alguien sobre ese talento oscuro que tocaba una música extraña. Ese otro alguien fue a verlo y se deslumbró. Lo llevo a su sello discográfico y lo hizo grabar, lo que el músico quisiera. Y él grabó y desde entonces, Saluzzi se convirtió en una leyenda pura y duradera.
"El Valle de la Infancia" es el último momento en la carrera de este músico orgulloso, en él Dino Saluzzi vuelve a ese paisaje interno que lo lleva a rastras por el mundo. Es música popular tratada con ese conocimiento rotundo que los creadores saben trascender. Ahí están las preguntas que se hace Saluzzi ronroneando músicas que le vienen desde el comienzo de los tiempos.
Un disco exquisito, profundo. Un trabajo que sigue derrochando talento en cada uno de sus temas. Sigue entonces Saluzzi marcando caminos a pesar de ser  ignorado. El lo sabe y algunos de nosotros también.
Digo.
Sumergidos como estamos en un mundo que descoloca a cada paso, en donde todo se ha vuelto vértigo puro, cabe preguntarse por los motivos de ese mundo, este mundo hacia el disparate.
Una nueva alianza promete exterminar a un grupo de salvajes, cobijados y protegidos por ese misma alianza que quiere su exterminio. Los nuevos nazis quieren el exterminio de un pueblo sin tierra, mientras el mundo mira para otro lado. El poder quiere que Japón reforme su constitución para volver a tener ejército y ser el gendarme del Pacífico. Un español que el algún momento gobernó el reino, viene al sur a darnos lecciones de democracia y a hablarnos de las bondades de ser sumisos y mansos.
En fin noticias del mundo que a veces me sorprenden en medio de la nada.
Vuelvo.
Me distraigo y de repente me descubro agradecido. Un cuadro que sueña y que describe un algo detenido. Otra vez la magia de milenios deteniendo en el aire, gestos, rituales. Otra vez y gracias a esto, me detengo yo, frente a una sombra pintada y me dejo llevar hacia esos costados inmateriales de la vida misma. Un rastro de pintura que hace pensar. ¿Es ese el objeto de la creación? Me pregunto al tiempo que mastico ese tiempo parado frente a una obra.
Un cuadro como oportunidad única de reconciliarse con esa magia profunda que significa dejar plasmado un momento, una secuencia que fluye desde un pincel detenido frente a un lienzo, antes del primer trazo, de ese primer recorrido que indefectiblemente habrá de seguir buscando esos atajos, que son en definitiva el hecho creativo.
Miro a esa pareja que mira. Me cuelgo de sus solapas y me quedo, me estaciono en el rumor pleno que a ellos los embarga.
Un cuadro entonces es ese algo que revierte toda presunción. Uno está ahí, quieto, mirando y a pesar de conocer todo sobre la persona que pinta, desconoce todo, absolutamente todo sobre las intenciones enjuagadas de color que pueblan la tela. La historia dejando sus rastros.
De ahí entonces la felicidad de ser público de esta detención de los tiempos que corre pareja con la voracidad del artista.
Es un acto de pasión. Un profundo acto de pasión silenciosa, ajena a toda causa. Viviendo esa ajenidad perpetua que lleva a una persona a enarbolar un pincel cargado con el peso justo de pintura y determinar esa frontera, que solo el talento suele traspasar y hacer felices a nosotros, el resto de mortales ninguneados por la solemnidad de creernos, por un momento, que lo nuestro es lo más importante que ocurre en el mundo.
Como un río que fluye, perezoso y tenue, vamos descubriendo de a ratos esas pequeñas marcas que dejamos en los márgenes de todo. Vivir como vivimos en la frontera y sabernos, alegres y confiados que nuestro amor está plasmado en la pared de una caverna portátil que llevamos a cuestas. Ella pinta para que el mundo recomience a cada pincelada, yo, agradecido, me dedico a mirarla y esperar una nueva pista.
Compañeros que no sea nada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario