En Zona

sábado, 29 de octubre de 2011

La vida como siempre

A veces algunas obsesiones tienen un valor extraordinario para aquellos que suelen perseguirlas en el arduo mundo que nos somete. John Berger un escritor que hay que leer y comprender en toda su necesaria obra, vivió mucho tiempo sujeto a esta imagen.
Un hombre caminando bajo la lluvia, que, representa con su cuerpo toda su obra. El hombre se llamaba Alberto Giacometti. Y simplificando mucho, tal vez demasiado, pienso, el artista es nada menos que su obra manifestada. Ese hombre que se cubre mientras cruza una calle de París, a lo mejor es como su visión artística. Sus esculturas son él, pese al blanco y negro de la vieja imagen del Paris-Match, pocos años antes de su muerte.
¿Pero qué forma la obsesión de un hombre que mira un detalle de la vida de otro?
Con el escultor suizo, se arriba a la cima de la modernidad, nos dicen. Con su obra se radicaliza la mirada, se hace menos complaciente y arrastra esa falta de atributos que posee al hombre moderno. Sus figuras se estilizan en metales, tornan infrecuente la disposición de comprender esa alegre y terrible forma andante de una era, la modernidad y de toda su tragedia devoradora. Giacometti, nos dice él desde su cuerpo, en su trabajo, que en definitiva su escultura era sobre la nada y era sobre todo.
Ese hombre cruzando una calle bajo la lluvia. Ese atributo de ser semejante a su deseo. Ese breve instante en donde se conjugan lo hecho con lo que se es. Porque en realidad como decía alguien la realidad es razón y en Giacometti y después en John Berger esa realidad se entremezcla con la vida, se nutren y se devoran como siempre se hace con los hijos o con los buenos amores.

Digo.
En el interior de la modernidad solo vive la contradicción. De ahí, en ese gesto a lo mejor radica el curso que se sigue casi a ciegas. Mejor dicho a ciegas secamente. Hemos comprendido que la perfección no existe al no existir ningún dios que lo pruebe. Somos sujetos a la pasividad, nos dejamos e insistimos en esta feria trashumante que nos informa, que nos tiene sujetos, no como sujeto, sino como rehenes de algo que nos hipnotiza.
Nos ofrecen, nos informan, nos comunican y miramos, desde afuera como conseguir un poco más de ese algo que se nos ofrece. Porque sabemos de sobra que el capitalismo es enemigo terminante del goce y sin embargo la invitación al goce, tiene su lateralidad. Nos conmueve el arrebato pero nos quedamos con la tele encendida esperando.
Creemos que consumiendo, en el hecho de consumir, nos desinstalamos del circuito que nos cobija, para acercarnos al otro, a aquel que nos permita triunfar, dejar de ser un perdedor y pasar a formar parte de esa fantasía del mal gusto que siempre son las clases dominantes.
Por eso soñamos con trepar, una escalera interminable. Ser mejor, tener mas que el otro. O tener al otro a como de lugar.
Envidiamos y deseamos. Somos objetos deseantes, que queremos ser deseados o seguir deseando.
El que nada tiene, quiere estar más arriba en la escala nominal. Sacar la cabeza por sobre el resto.
Volvernos importantes, sentirnos importantes por rangos, edad y otras estupideces. Creernos demasiado.
Estirar el cuello para ser visto y para ver.
A lo mejor desear lo del otro es sencillamente desear al otro...
Pero esa ya es harina de otro costal.

Digo.
ALLEGRO

Toco Haydn después de un día negro
y siento un sencillo calor en las manos.
Las teclas quieren. Golpean suaves martillos.
El tono es verde, vivaz y calmo.
El tono dice que hay libertad
y que alguien no paga impuesto al César.
Meto las manos en mis bolsillos Haydn
y finjo ser alguien que ve tranquilamente el mundo.
Izo la bandera Haydn -significa.
"No nos rendimos. Pero queremos paz".
La música es una casa de cristal en la ladera donde vuelan las piedras, donde las piedras ruedan.
Y ruedan las piedras y la atraviesan
pero cada ventana queda intacta.

 Este año los suecos nos dieron un regalo formidable, eligieron a un poeta secreto, un poeta notable. Un hombre que se quedó sin habla y que escribe desde ese silencio. Un hombre que se detiene en el ritmo, que entrecorta la respiración y medita.
Tomas Tranströmer un buen día decidió distanciarse de sus compañeros de década, de sus compañeros de generación poética,  así comenzó a alejarse de los temas sociales, de los temas de denuncia para adentrarse en un espacio leve, casi silencioso. De a poco, fue, es, uno de los mejores poetas de Suecia. Un poeta que pocos conocen y que sorprendió al mundo entero.
Algunos se dirigieron casi furiosamente a las librerías para rastrear títulos de este hombre, que en 1991 perdió la palabra a causa de un derrame, que también le paralizó la parte derecha parte de su cuerpo. Que le obliga a llevar el brazo derecho plegado como un ala sobre el pecho.
El cuerpo afectado. La palabra viva. La palabra que sigue su curso, que se eleva como objeto deseante. Que estructura desde la palabra y demuestra que ninguna es inocente. Que el lenguaje nunca es inocente.
O por lo menos eso suelen decir los que saben.
Tranströmer trabajo como psicólogo en una prisión. A los privados de cuerpo se acercó buscando sus palabras. Ese discurso sostenido por aquellos que están ocultos a la sociedad. A los presos, a los deshechos de la sociedad, los descartes que siempre se ocultan detrás de barrotes y altos muros.
Pero hay otros datos.
Desde 1996 no era premiado ningún poeta por la academia sueca. La poesía había sido acorralada. Olvidada en el desván de las cosas sin interés. Por eso es doble esta alegría.


NOCHE-MAÑANA

El mástil de la luna se ha podrido y la vela arrugado.
La gaviota flota ebria, más allá, sobre el agua.
El pesado cuadrilátero del muelle, carbonizado. El matorral se
    doblega en la oscuridad.
En la escalera. El amanecer golpea y golpea
en las verjas de piedra gris del mar y el sol crepita
cerca del mundo. Semiahogados dioses estivales tantean
    en niebla marina.

Digo.
Ya va siendo hora de comenzar a pensar que aquellos, que fueron dueños de vidas y haciendas en Argentina, pasarán lo que resta de sus vidas en prisión. Cadenas perpetuas para los asesinos, que confiaron en la impunidad y en los supuestos lazos fraternales con los civiles que los apoyaron.
Civiles que en algún momento habrá que comenzar a tener en cuenta a la hora de la justicia.
Aztiz, el tigrecito Acosta, Cavallo, son las muescas que llevan nuestras memorias.
Condenados por tirar gente viva desde los gloriosos aviones de nuestra marina de guerra. Expertos en la picana eléctrica en testículos y vaginas de peligrosos enemigos maniatados en flejes de metal, para que el fluído recorriese toda la humanidad posible.
Audaces violadores de enemigas también maniatadas. Probados combatientes en el robo de bebés recién nacidos.Valerosos soldados en el secuestro de gentes indefensas. Altivos defensores de la patria comerciando con bienes robados a sus víctimas.
Nunca un combate, ni siquiera un mísero intercambio de disparos contra tropas enemigas. Siempre los muertos los puso el otro lado.
Suena "Idiot Wind" de fondo.
A lo mejor entre tantos motivos que subyacen en el triunfo abrumador del domingo 23 de octubre, esté, entre todos ellos, que un día un presidente argentino decidió acabar con la impunidad, con la hipocresía de una parte de la sociedad más que dispuesta a coquetear, cuando las cosas no son como ellos quieren, con los asesinos a destajo de siempre.
A lo mejor, un porcentaje de esa avalancha de votos, tenga que ver con la memoria. Con el no haberse resignado, con el no haber cobrado indemnizaciones, con el no haber traicionado, con el no haber retrocedido.
Cierto es que en muchos momentos de esta democracia, parecía que la soledad nos cobijaba. Cierto es que por momentos, al verlos sonrientes, bailando en discotecas de lujo, uno debió combatir como pudo, tanta desmoralización recomendada.
A lo mejor, muchos los que el domingo fuímos a votar por este proyecto de inclusión social, lo hicimos en nombre de los compañeros, por eso este miércoles a conocerse las condenas a los genocidas, una sonrisa nos recorrió la espina dorsal de esa memoria colectiva, combatiente, que nos mantuvo a todos, juntitos cuando los incendios y las tormentas, nos dejaban solos, sin caballo y ne medio de la noche.

Digo.
Escuchando a Bob Dylan, descubro que Barry Feinstein ha muerto. Fotógrafo, editorialista mediante la imagen, Feistein fue el hombre que plasmó el rock en blanco y negro o en color. El hombre que retrató como pocos la cara de ese regocijante mundo de los años sesenta dentro del mundo del rock and roll.
 Ahí está Bob Dylan en el comienzo de la rebeldía a mediados de los años sesenta. En el paso de un amable cantor de canciones de protestas a un iracundo con guitarras eléctricas, dejando atrás a muchos seguidores desilusionados y atrayendo a otros, menos adictos a las buenas y virginales costumbres.
Feinstein fue su fotógrafo durante muchos de esos años. Lo retrato y lo expuso desde una forma diferente. No era el héroe envasado, era un tipo que hacía canciones nada más. Dylan no aspiraba ni aspiró a conducir ninguna revolución. Solo quiso cantar y a su manera, construir una parte de aquel mundo nuevo que por aquellos años parecía estar a la vuelta de la esquina.
Pero, el cambio estaba en el aire. Nada era estático, salvo los dueños del poder y sus sirvientes. El resto, buscaba una transformación, un nuevo aire que surcaba los cielos de aquellos años.
La contracultura iba poco a poco, desterrando viejos fantasmas. Algo iba cambiando bajo nuestros pies. La música, las costumbres, el amor. La definición sobre aquellos que se ubicaron en la vereda opuesta. La época era de cambios y los cambios ocurrieron.
Fueron años de torrentes. De transformaciones, de olores nuevos. Músicas que llenaban la cabeza a aquel que se mantuviera despierto en cuestiones nuevas.
Suena ahora "Shelter from the storm".
La última foto en vida de Janis Joplin fue realizada justamente por Feinstein, el día anterior a su muerte. Foto que después sirvió para la tapa de su disco "Pearl",  el último disco de ella. Joplín recostada sobre un sofá, sonriendo.
Con una facilidad. Con una tranquilidad que hoy sabiendo, no deja de
ser una parte más de esa fotogrfía que a principios de los años setenta estuvo entre nuestras inexpertas manos.
O acaso cuando uno habla de cádaveres exquisitos, no se refiere a esa posibilidad cierta que arañan siempre los adolescentes y la muerte en un baile o danza que se baila desde siempre para explorar esa posibilidad de dolor que nos tenemos reservados a nosotros mismos.
Por ahí camina la figura fuerte de Arthur Rimbaud, marcando la pista con su propio cuerpo. Dejando la placidez del mundo perfecto de la poesía para ser un aventurero en el África, contrabandeando armas y otras esencias. Abandonando una de las mejores y rotundas obras que marcaron el mundo cortés de la burguesía devoradora de sí misma.
Pero vuelvo a Joplin y su cuerpo.
41 años después de su muerte, sigue sonando su música, esa garganta quebrada sigue rasgando los dobleces de la noche. Hastiada de sus vecinos, invadida por ese espíritu libertario que despojó ciertas máscaras en los años sesenta, se fue a San Francisco a vivir. Y vivió.
Feinstein estuvo ahí para certificarlo. Para dejarlo congelado en un momento. Una fracción de segundo, un breve pestañeo. Una suave ráfaga y una imagen queda detenida para siempre en la memoria colectiva de miles.
A lo mejor porque la fotografía es la memoria plasmada en un papel. Sujeta a la eternidad sin poder dejar ser traspasada por los años. La foto permanece como rastro. Como marca o mejor dicho como discurso que es adjudicado por nuestras intenciones a una etapa de nosotros y nuestros cuerpos.
Hago un punto.
En volumen cero, la tele de golpe me lanza la imagen de Walter Vidarte. Tenía ochenta años y el cáncer lo derrotó en esta lejana Madrid.
Me acuerdo de "Alias Gardelito" cuento de Bernardo Kordon y llevada al cine por Lautaro Murúa. Walter hacía de "Picayo" el cómplice, el secuaz de Gardelito. Película que pone en blanco y negro, la obsesión compulsiva por la altura.
El ansia de trepar, de "ser" alguien.
Pero vuelvo al uruguayo Walter Vidarte que se murió hoy.  Esta ciudad que era la suya y en la cual recaló cuando las bandas armadas de la derecha lo fueron a buscar a su departamento de Buenos Aires.
El junto con otros, encabezó la larga marcha de aquellos que debieron abandonar todo para salvar el pellejo.
Actores, intelectuales, hombres del pensamiento debieron salir casi con lo puesto por el único delito de pensar un mundo mejor. Un mundo en donde la solidaridad y el respeto por el projimo eran las esencias del mundo en cambio.
Walter como muchos otros, en su momento eligió de que parte del muro quería para si. Y eligió como muchos, como los mejores de la historia, estar del lado de su conciencia, del lado de su corazón.
Y como sabemos, el corazón a pesar de muchos, sigue ubicado del lado izquierdo.
Nada más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario