En Zona

jueves, 12 de abril de 2012

Ese viejo amor de siempre

Ya está. Recién llegado a esta ciudad que se mueve a cada paso dado. Acá estoy desenvolviendo emociones, reencuentros y acostumbrando el cuerpo a este nuevo paisaje dado. Vuelvo a descubrir la palabra, a sentirme alejado por unos momentos de ese narcisismo consumista que aflora por todos los huecos que conviven en Europa y que también, claro está, aquí al lado, pegado a mí. Horas en Buenos Aires y los olores recomienzan con su tarea de situarme en esta geografía bien al sur. Lo políticamente correcto, por suerte por estas fronteras pareciera no existir y lo que es mejor, casi no tiene aire para respirarnos en la cara. Una especie de suerte agregada. Ese látido, este látido que golpea.
Buenos Aires son estas calles en donde todo está siempre por delante. Arboles añosos y gordos. Calles y más calles que se hierven en un fuego lento y pegajoso de un otoño, que avisa. Sorprende esta ciudad cuando no sos turista. Sorprende el cruce de vientos que anuncian lluvias, las ríadas de personas que van y van siempre con los corazones sedientos a seguir entibiando esta melancolía de este estar siempre presente. El saludo del vecino nuevo, la costumbre de mirar al cielo. Las esquinas redondeadas para que el caminante no se distraiga.
Hago un punto.
En esta ciudad se discute todo, todo el tiempo. Discute la radio, la televisión, el diario. Discute el tipo de al lado con otro también al lado. Discuten desde la profundidad de un sistema que habilita la discusión. No hay sosiego. Se discute sobre todo. La charla, la discusión es el camino que lleva a la comprensión del otro, la única tabla de salvación que se nos cruza por delante ante tanta borrasca. Acá se intuye a pesar de todo que un régimen que no proporciona a los hombres ninguna razón profunda para cuidarse entre si, no puede preservar por mucho tiempo ningún tipo de legitimidad. Esto se vive a pie de calle. Entre árboles copetudos. En la parada del colectivo, en el vagón del subte, en la cola de la panadería. En la visión que se forma contrastando tanta palabra suelta, tanta injusticia premeditada. Será por eso, que uno no puede dejar de prestar atención al fanatismo por la palabra. El desarrollo de la teoría propia, el andamiaje creativo en donde cada uno de nosotros lanza sus dardos a la deriva esperando cualquier tipo de respuesta, que la habrá y que habrá de servir para seguir esta construcción de una babel disparatada en el sur del mundo.
Digo.
En esta ciudad todos visten de negro. Todos o casi todos. El negro es el color del uniforme. Ciudad enviudada de buen gusto. El color se queda para algunas paredes y para algunos audaces. El resto.
El resto se mimetiza, se disumula. Hombres y mujeres vestidos de negro. Asombra esta dedicación y esta decisión por lo oscuro. Enlutados van por la ciudad. Oscuros creyendo que es elegante. Que adelgaza, que estiliza, que borra los cuerpos dentro un paisaje llamativo. Es decir, dejar de apelar al color, es la clausura del deseo. Ellas viudas y ellos, viudos pero sin tangos como escribía Pablo Neruda en un poema ya demasiado viejo. Pero me sorprendo pensando en esto, viendo o viviendo este llamativo, para mí, recorrido hacia lo llano de un color, que predispone a pensar en los límites de esta opción por lo uniforme. Una especie de postal de una ciudad que desde su nombre denota otro tipo de recurrencia o por lo menos algún tipo de concordancia. Entonces el negro para ocultar, para deslegitimar cualquier tipo de mirada.
Así se ahondan las diferencias. Se turnan las sensaciones en una ciudad, mi ciudad de nuevo que me encandila, de a poco, de a poquito. Me vuelve a hacer suyo esta Buenos Aires rabiosa y caótica. Revulsiva y nunca plana.
Pienso.
Pero hay, existen otras cuestiones que gravitan a la hora del amor. La miseria, enjambres de hombres, mujeres y niños que le discuten al hambre desde eso que durante el día se percibe, pero no se ve. Están con sus equipajes de cartones recorriendo a cielo abierto, esa rabia de pasar un día más. Soportan y memorizan la cara de la miseria. Son invisibles para los otros. Duermen en las calles. Esperan su porción de vida. Miran y no son vistos. Con ellos, me falta la sonrisa. La ciudad se apresta a la noche y es ese su territorio. Ahí esperan los camiones cerrados, que los habrán de llevar a los puntos de entrega de su carga por monedas, pasaje para el nuevo día que los convocará para continuar en este engranaje de injusticia. En esta lentitud de vida a la que están sometidos. Mientras lo de siempre reparten paco o pegamento para los más jóvenes.
Ahora en las calles, según parece se dirimen otras cuestiones. Allí se encuentran los abandonados, los desheredados de toda legitimidad, de toda justicia. Entonces descubro este cartel y que corroe el corazón. Me sumerjo en esa incipiente tensión de volver a lo mismo, de haber dejado diez años en blanco y que al repasar este presente porteño, siguen ahí las aristas de una injusticia programada, tan antigua como la muerte misma. Ahí en esa violencia encaja el discurso de los argentinitos de siempre, gente "bien" que justifican el negocio de ser blancos, gorilas y macristas de la primera hora, como antes fueron alfonsinistas y después menemistas, amantes del orden, de la mujer del prójimo, de las buenas costumbres, de derechas pero no civilizadas, sino de aquellas que siempre quieren hacer tronar el escarmiento. Ejemplares padres de familia que quieren mano dura para los enemigos de su raza. Escamoteadores de la verdad, que piden libertad pero por favor que saquen la villa miseria de la plaza de la otra cuadra a toda costa. Enamorados de los libres mercados, pero que pretenden que el estado les siga otorgando prebendas de todo tipo. Asustados por tanta mezcla que los rodea. Transculturizados fervorosos y devotos que le muestran los dientes perfectos a los desdentados del otro lado de la ventanilla de sus autitos. Raudos a la hora de protestar contra los que afean las buenas costumbres.
Vuelvo.
Me descubro mirando esta ciudad. Palpándola de a poco. Bebiendo sorbo a sorbo este paisaje que vuelve a meterse en mí. A escuchar las voces, la forma de decir. Se que debo salir a buscar trabajo, mejor dicho tengo que conseguir alguna manera de comenzar a producir mi sustento. Pero por ahora, en estos días de paz que me gané, los comparto con la sensación apacible de volver. De estar preso de un pleno asombro. Me quedo acá, no soy un turista. Me veo y no me reconozco. Como dice la canción, de nuevo estoy de vuelta.
Digo.
A veces nuestra disposición a deshacernos en relación con otros constituye la oportunidad de llegar a ser humanos. Que el otro me deshaga es una necesidad primaria, una angustia, pero también una oportunidad: la ser interpelado, reclamado, atado a lo que no soy, pero también en movimiento, movilizado, obligado a actuar, preguntado a mi mismo en otro lugar y abandonar el espacio autosuficiente considerado como una especie de posesión.
Las ciudades se sabe, son difíciles, esquivas, histéricas y casi siempre, sentimentales. Camino por los límites de mi antiguo barrio. Recorro paredes y esquinas. Visito bares y hablo con desconocidos. Pregunto y obtengo respuestas. Algunos datos me permiten seguirle la huella, la pista a tanto humor y tanto amor suelto. De regreso en Buenos Aires y una música que me viene de allá, me sigue los pasos, sonando en mis
auriculares. Es la francesa ZAZ, este disco grabado en vivo me da la energía y los colores que le andan faltando a mi gente y a esta ciudad-puerto. Así descubro que la música se un puente perfecto, sea cual sea el escenario posible. Mientras tanto esta antigua cantante callejera de París, hoy con dos discos a cuestas se ha convertido es una expresión popular y de las clases bajas de la periferia de París, que a su manera también tiene sus villas miserias que no huelen a perfume, sino a resentimiento, odio pleno y miedo. Esta cantante canta para ellos, aunque se la fagociten las empresas y las clases medias, que salvando el idioma son lo mismo que por acá. Mienttras tanto su música me acompaña por este paseo nuevo que doy como habitante nuevo en mi vieja vida, que por ahora está encontrando su lugarcito bajo el sol de una ciudad que ha vuelto a asombrame como lo hizo siempre, pero diez años después y muchas vidas también después. Me trepo a un colectivo y esta mujer menuda, me canta al oído viejas canciones, que suenan a viejas canciones que en algún otro momento me ayudaron a definir horizontes y otras lejanías. Porque en el fondo se trata solamente de músicas y de algunas, pocas, ideas que me acompañan desde esa prehistoria que tengo sobre las espaldas y que es solo eso. Historias, el pasado lejano que de a poco va perdiendo importancia y consistencia y ese peso específico que alguna vez, tratamos de darle al pasado.
Pienso.
Tuve que hacer un alto por un toro mañero.
Ha corrido mucha agua en estos diez años. Cambiaron muchas cosas. Hasta yo cambié. Modifiqué sabores, limé asperezas que tenía prendidas en el cuerpo. Me domestiqué apenas un poco, pero lo hice. No soy mejor, pero se que no soy el de antes. Adquirí más paciencia, no frunzo tanto el ceño y me celebro, suelo hacerlo, más a menudo. En estos años me volví más irreverente y lo mejor de todo: dejé de tomarme en serio.
Algo aprendí.
Estoy en una ciudad que consume siempre todo lo que hay a su alrededor. Lo mejor que tenés en vos mismo. Un ciudad cruzada por el fútbol a cada paso. Partidos y más partidos que vomita la televisión a cualquier hora del día. Series yanquis en idioma original, subtituladas. En los bares el murmullo de siempre, en las calles la velocidad de siempre. La política en todos los rincones y el amor que flota entre los árboles como fue costumbre.
Sus calles con adoquines y las viejas vías de los tranvías de otras historias que no corren más. La húmedad de todos los días, pegándose a uno y reafirmando que el río marrón que está aquí pegado, es como un mar de barro, que genera todo esto. Una ciudad, que no recicla porque se sabe eterna o eso presupone. Una ciudad, esta, Buenos Aires, que abandonada y todo, se mantiene erguida en ese orgullo de ser siempre, para propios y ajenos, esquiva e inagotable. Ciudad para perdidos y de perdidos. Secreta y rabiosamente entrañable a pesar de los desencuentros y de las distancias que inventamos a todo momento para protegernos o escondernos. Ciudad de jóvenes, de mujeres con hijos a cuestas. De un constante ronroneo, de un perpetuo tango en diferentes sonidos, que suena alrededor de todo, todo el tiempo posible. Porque por aquí subyace ese amor tan eterno como el agua, como en un especie de acertijo en donde todo es imprevisible y necesario. En donde convergen las puntas de las encrucijadas que nos encontramos a cada paso en nuestro camino. Porque la inmortalidad es solo posible en esta ciudad recostada en un mapa y sobre un río ancho.
O por lo menos eso creo queriendo creer.
Entiendo que por estas latitudes sueñan y suenan los nombres de aquellos que decidieron quedarse para siempre en esta llanura increíble. Porque cuando se trata del deseo siempre el objeto está oculto, los habitantes de esta parte del planeta estamos sujetados por ese sujeto del deseo que toca todo en esta ciudad que no duerme, que late y que sucumbe a cada instante, junto a cada uno de nosotros.
Así descubro que la ironía ocupa mucho más sitio en nuestros momentos, en la tragedia contemporánea que habitamos. Es entonces desde ese costado, en donde lo irónico se hace carne en esta Buenos Aires, compartimos la ironía de la tragedia del desear, debo pensar entonces que no todo puede ser dicho y seguir buscando las pistas de esta vida que me trajo nuevamente a este contorno difuso con nombre propio.
Será que esta ciudad es para mí la manifestación palpable de ese viejo amor de siempre que sigue viviendo entre mis cosas de toda la vida.
Estoy en Buenos Aires y este ya es un nuevo capítulo por escribir.

2 comentarios:

  1. Emocionante regreso. Y más bonito que va a quedar Buenos Aires cuando nacionalicéis YPF. En España, los de siempre, están en plan Pizarro. Calladles las bocas!

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  2. Bienvenido querido Martín! No tengo cómo comunicarme con vos, he querido hacerlo para entregarte el libro cuyo borrador viste porque es un poco tuyo, fuiste el primero y prácticamente único que lo leyó hasta que 9 años después logré editarlo por las mías. Es una alegría enorme que hayás regresado! Y, si te podemos saludar con Carlos, será una alegría completa! Elsa

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