En Zona

viernes, 27 de mayo de 2011

Un tipo llamado Dylan

Han pasado los últimos cincuenta años. Transcurrimos de un siglo al otro y una buena parte de este viaje, fue, como en mi caso personal, sostenido, por la voz rota de este tipo, que cumple en estos días setenta años. Para muchos el inventor del contenido de esta música que narramos y que casi siempre nos narra a nosotros. Músicas de carreteras desiertas, de bares derrotados, de alguna manera los mejores bares de este planeta. De poesía, de mucha poesía involucrada en este viaje casi perfecto que llevamos a cabo de forma inconsciente. De sus manos, de su cabeza, de su garganta salieron las mejores fotografías de la música popular de los últimos tiempos.
Está de cumpleaños y sale de nuevo de gira por todo el mundo. Para seguir hablando solamente de él, mientras casi como en un juego, habla de nosotros. La cuestión es que casi todos, hemos ido envejeciendo con su música, por eso a veces y en pleno cansancio, ponemos un disco suyo y ahí vamos siguiendo el rastro por ese camino lateral, carretera secundaria y vecinal sin nadie alrededor, disfrutando de ese motivo que con guitarra y armónica, revive el rock a cada respiración que transmite.
Digo.
A veces cuando uno busca conexiones con la cultura popular de la segunda mitad del siglo pasado, se topa con una forma nueva de concretizar cuestiones referentes al costado de una rebeldía, que quiso y dijo cosas. El rock and roll que hizo mover las caderitas de adolescentes aburridas, despeinando tanto dolor, mejor dicho retomando las raíces de aquella otra música, la de los esclavos y llevando las fronteras un poco más allá.
Es interesante, más allá de la industria, de las modas y de las direcciones políticas, pensar en esa gente, que desde ese furor propio, construyó una de las osadías más notables. Música, cine, literatura, pintura sometieron al mundo a una nueva forma. Una nueva mirada, mejor dicho una nueva y notable forma de mirar y ser mirado.
Suena de fondo, The Rolling Thunder Revue del año 1975. Una de sus tantas giras, uno de esos momentos mágicos de música y entrega sobre un escenario.
La vecina insiste en colgar su ropa a pesar de los anuncios de lluvia. Otra pasea su perro viejo y habla con el, contando sinsabores y otros abandonos. La ciudad sigue, mientras Dylan canta "Love minus zero/ no limit". No importan las contradicciones de esta vida, sigue sonando siempre esa vieja canción en algún sitio. Ya llueve y apenas es viernes.
Digo.
El primer disco, mi primera vez con Dylan fue en 1970. La música que llegaba a Buenos Aires, llegaba a destiempo y sin ningún orden. Me compré "Nasville Skyline", después conseguí "Blonde on Blonde" y así encontré un hueco. Mientras practicaba mi descubrimiento, desde mi ventana, veía los trenes seguir su camino. Como una foto en movimiento mi viejo equipo mono, desgranaba la voz quebrada de este tipo todavía joven. Desfilaban las palabras por las cornisas y los techos de las casas de barrio que me rodeaban. Y disfruté.
No era una música definida. Era la puesta a punto de un proyecto montado sobre la esa música. Era rock, aunque tuviese una forma de balada. Era otra mirada necesaria para contextualizar una época, una temporada que nos tocaba vivir. Que me tocaba a mí vivir. Era esa rebeldía que nos traía Arthur Rimbaud, desde su poesía y después desde su vida, que llegaba también de la mano de los Stones y que encontraba su cauce, ahora si, con el fundador de todo esto.
Con Dylan uno, yo, descubría otras caras. Otros cuerpos que esperaban por nosotros, por mí. Dejábamos el huevo a picotazos limpios. Aprendíamos a ser diferentes. La rebeldía tenía, tiene, un método. Solo hay que atreverse a seguirlo, animarse a salir del todo y no esperar nada a cambio, solo el devenir cartesiano de ser uno mismo. Ocupar el sitio y dudar, de todo, hasta de uno mismo. Seguir y ver que pasa con esta rabia de milenios que uno llevaba, lleva, a cuestas.
Hay cuestiones que no se declaman. Solamente se viven.
La música por ejemplo, de este tipo que cumplió setenta y que sigue haciéndonos envejecer con esos aires de trifulca, con esos fuegos devastadores y alegres es nuestra, tanto que nos marca el cuerpo como un tatuaje a cada rato, casi, casi como debe ser.
La ruina si es que existe, a lo mejor, es no haber entendido nunca a Dylan.
Digo.
Entre tanto vaivén, están la voz y las palabras de este tío. Suenan de fondo. Están ahí, en sus discos. Cualquiera de ellos, es una pequeña parte de un gran aprendizaje. Los hay mejores y también peores. A lo mejor algunos viven este presente de Dylan, como un matrimonio eterno y aburrido. A lo mejor otros, solamente lo viven como una fiesta.
Solo se trata de elegir.
Ahora que todos corren a refugiarse por las lluvias se filtra "Just like a women" por los parlantes. Los árboles se detienen a recibir el agua, el asfalto brilla y los autos organizan un murmullo cálido al deslizarse sobre el. La ciudad se detiene, esta ciudad se guarece y deja todo por un momento.
Bob Dylan es la síntesis perfecta. Todos los colores están en su obra. A veces suena más descarnado, otras en cambio ubica la sencillez en un sitio de primer orden. Su voz con los años, se ha hecho, se convirtió en la dueña de una aspereza también única.
Pero sigue casi, siendo el mismo. Aquel que en su momento decidió romper con la tradición y sumó la esencia de la electricidad en su música. Aquel que se convirtió en traidor, que fue insultado, logró lo que pocos logran. Seguir edificando una de las obras más monumentales de la música popular. Mientras el resto sigue como puede, Dylan sale de gira, en una gira interminable, que año a año, suma ciudades, escenarios, paisajes nuevos. Un camino constante. Una forma, otra, de hacer música, de seguir haciendo música pese a los años que porta.
Algo es cierto, la cuestión sigue mientras este tipo quiera y como decía antes, no está mal ir envejeciendo con la música de Bob Dylan de fondo. Ya que si él elige, uno también puede elegir el camino para la domesticación final.
Y de eso se trata siempre.

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