En Zona

sábado, 25 de febrero de 2012

Ese dolor de siempre

Es difícil de articular palabra, diferenciar el dolor profundo que anida en tantos cuerpos. El delirio de algo pronosticado desde hace años, décadas. Algo que iba ocurrir como la maldición que acecha siempre al hombre de a pie.
La mala se nutre de de nuestras sangres, nos persigue, se nos cruzan gatos negros ante nuestros pasos ¿Mala suerte? ¿Cástigo o maldición divina? No me parece. Creo que de alguna manera este horror producido por este disparate de hecho que nos conmueve, es algo previsto, previsible, casi armado con paciencia por los que siempre arman este tipo de cosas.
Cosas que siguen sumando vidas, sangres, dolores, broncas y esa sensación de final que nos asalta a todos, que nos enluta y nos sumerge en esa tristeza rabiosa, eterna, negra, profunda. Ese dolor que arremete dejando surcos en el alma. Como los pibes muertos en Cromañon años atrás, con tantos y tantos que se van perdiendo en la memoria popular. Sin embargo quedan también rastros, de risas, besos, abrazos, palabras dichas o sugeridas por aquellos que momentos después no estarían más que en los titulares de los canales o periódicos vendiendo carne como siempre. Sin embargo esos cuerpos eran vida, antes. Pura vida construyendo vida a fuerza de vida misma. Momentos antes iban al trabajo, algunos llegaban tarde, otros con tiempo. Momentos antes era un día más, uno de enfrentar la vida como todos los días, algunos pensando en el fin de semana, lejano todavía, otros pensando en esa coneja que siempre corre por delante de nosotros ni no se deja pillar la muy esquiva o en los galgos que siempre nos hacen galguear.
No, no son cifras ni datos estadísticos, son solamente hombres y mujeres que entregaron sus vidas una mañana triste a pesar del sol y de tanto febrero.
Digo.
¿A quién culpar? ¿Al gobierno? ¿A la empresa privada que gestiona el servicio? ¿A quién? Al gobierno porque no controla lo que es el bienestar general, a la empresa porque no invierte y no deja de calcular ganancias a toda costa. Entre ambos se produce una especie de complicidad mortal como fue lo de la estación de Once.
Pero sigo.
También yo culpo a los políticos mafiosos que décadas atrás desmantelaron o terminaron el trabajo comenzado por los dictadores en contra del estado. Muchos de los que hoy levantan sus puños y sus voces, en su momento aplaudieron casi a rabiar las políticas privatizadoras. Las políticas que achicaban un estado demasiado gigante y perjudicial. Tener teléfonos a disposición, aunque sea pagando la tarifa más alta del mundo, tener una compañía de aviación internacional, aunque en su país de origen fuese deficitaria, regalar el petróleo a una empresa, que de buenas a primeras transformó a su país en uno de los cinco o diez mayores productores de ese bien de occidente. Ramal que para cierra, decía el muñeco del poder. Cortaron el servicio dejando a todo un país al borde de los rieles. Mientras tanto, nosotros los argentinitos creíamos ya estar en el primer mundo. Ya éramos lo que seimpre debimos ser. Casi nos lo merecíamos por blanquitos y sumisos.
Por aquella época, alguien bautizó los votos de la reelección, como el voto cuota y así siguieron, destruyendo, cortando los lazos sociales de millones. Esa clase que está en el medio es la que vota por empresarios, para que manejen la política como una empresa, cuando estos, los empresarios prebendarios del estado como Macri o Amalita Fortabat, se enriquecen y delinquen a costa de ese mismo estado obsoleto, cuando no les conviene.
Insisto.
La idea es que si los dos accidentes más terribles y devastadores de la historia de los ferrocarriles en su historia, están separados por ochenta años eso queire decir, razonando, que ambos ocurrieron cuando los ferrocarriles argentinos eran empresas privadas. Raro.
Empresas manejadas solamente pensando en la ganancia, en enviar esas mismas ganancias fuera del país. En el medio, hay otra historia. De trabajo, de solidaridad, de sindicalistas corruptos, de delegados heróicos, de un tren que llegaba a todos sus destinos. En fin.
Pienso.
Estoy anegado por el dolor. Miro mi país y se me apelmaza la vida. Pero también que el dolor no tiene diques. El dolor, ese dolor está ahí dejando su huella en millones de personas consternadas. Un dolor alto como una montaña, inmóvil y latiendo.
El gobierno debería revisar las privatizaciones y exigir responsables, llevarlos ante la justicia. Castigar de una vez y por todas tanta impunidad, hacer justicia. Amparar a tanto desamparado al borde del camino.
Digo.
Uno no va a una manifestación con una "molotov" lista. Uno no va a incendiar. Uno no va tan preparado en estos tiempos a una guerra campal. ¿Quién arma eso? ¿Quién aprovecha la coyuntura para sacar tajada de semejante desastre?
Uno se enoja y reacciona. Uno construye desde donde puede y sigue amaneciendo con preguntas sin respuestas.
Supongo.
La ciudad, todas, es el texto de la cultura, genera textos que se funden con otros textos. Buenos Aires es hoy, para mí un texto, disperso y trágico, doloroso y vivo. Una señal, una palabra sujeta a ese fascismo interior que es la lengua que nos predispone a decir. El decir nunca se pone, sino que se padece, decimos y somos nosotros en medio de ese espacio simbólico que es la ciudad. Mito que nos detiene en la órbita justa de ese dolor compartido, de ese trance que siempre nos encuentra.
Tal vez y a lo mejor esta ciudad es solamente ese dolor de siempre aunque lo neguemos y a lo mejor solamente se trata de eso y nada más.

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