En Zona

miércoles, 21 de marzo de 2012

Esa arisca necesidad

Existen  momentos en donde todo parece detenerse. Momentos en los cuales  un color se estaciona o una nota resuena en el interior de toda una vida. Una palabra recorriendo el costado de una vida, un gesto envejeciendo con nosotros. La lluvia que murmura en la ventana. Un paisaje que no se olvida, un cuerpo fugaz que se pierde en la niebla de ciertos altares laicos. Estar lejos, escuchar un ruido a lo lejos. Memorizar las razones y desgranar los motivos. Descubrir en un momento las palabras necesarias que se habrán de desatar como tormentas furiosas, abismos y nuevas distancias. Todo tiene nombre. Todo se dibuja en la arena ajena. Quedan los restos, estos que siempre son uno. Se van los perfiles desdibujando en la distancia y obligan, a desmontar tanto recuerdo, tanta vida  en esta tarde que se pone en celo. El misterio de la noche se viene ya a vivir sobre los cuellos que esperan.
Me descubro frente a frente con una imagen de un pintor considerado degenerado por los nazis en su momento. Oskar Kokoschka se llamaba, escritor, poeta y pintor de profundos abismos con cuerpos. Me impresionan, me siguen conmoviendo las miradas. Las huellas que dejan los ojos de sus cuadros, el rastro de sus miradas, la constancia de los colores que indican las sendas de esta expresión, que formó parte de una escuela y que en su momento trazó una línea. Dividió la esfera del arte y le puso su nombre. Kokoschka fue un artista que se opuso a través de su arte. Que eligió un lado y fue fiel y consecuente a esa elección. No es casual, nunca nada lo es. Klimt, Mahler, Freud lo frecuentaron o él los frecuentó a ellos. Era parte de esa fantasía que se llamó imperio autro-húngaro. Viena era la vidriera, la pantalla en donde todo caía en un furibundo color de rosa, todo eran promesas y todo era posible en aquella ciudad capital del centro europeo. Todo se desgajaba y nadie lograba percartarse de ello. Era el final de una época. El artista fracasa por su expresividad violenta y emigra a Berlín y allí, Kokoschka logra arrebatar a propios y extraños. Después vendrían los tiempos y sus turbulencias y con ellos los enemigos de siempre. Murio en Suiza mientras dictaba sus memorias el 22 de febrero de 1980.
Quedan sus cuadros, sus rastros y esa formidable percepción de las miradas. Los cuadros de Kokoschka es uno solo siempre, casi el mismo. Todo radica en los ojos de sus modelos, en los suyos propios en los autorretratos. Esa forma de mirar. Ese discontinuo trajín que hace seguir con mi propia  mirada, las miradas que se desarman en sus pinturas.
Pienso.
Buscan explicaciones. Se anudan en discusiones y vuelven a buscar motivos. La desesperanza está ahí al lado, pegadita al gesto contrariado, enojado de los que ven hundirse el mejor barco de la mejor flota. Se desesperan los políticos buscando nuevas mentiras, se desesperan aquellos que siguen mirando pasar los trenes y saben de antemano que lo que queda es tristeza para repartir. Esta malaria no es de mosquitos ni de aguas, es la servida por aquellos que siguen haciendo su trabajo casi de memoria. Somos animales de trabajo, desorientados elefantes buscando su sitio mientras los de traje siguen haciendo de las suyas. Cerrarán este paraíso y los que no acepten serán los nuevos esclavos. Habrá bailes de frenesí y apelarán a los palos con esos que siempre están por la labor de domesticar porque a cada instante de su existencia, la policía recuerda al Estado la violencia, la trivialidad y la oscuridad de su origen. Porque el origen del estado es la violencia misma.
Suena en mi casa de los suburbios una música que viene a cuento o quizás no del todo, pero no tiene importancia. Es el polaco Tomàsz Stanko y su trompeta. Busca signos a bordo de notas que me recorren lentamente. El jazz, ya se sabe es solamente una explicación. Una forma, acaso una manera de explicar lo que está ahí rondándonos como pequeñas hebras que se mueven en la brisa. Miro por la ventana, se escapa el invierno y nieva. Como siempre alguien se empecina en contradecir calendarios y descansos. "Dark Eyes" es un disco poderoso, con una musicalidad plena que se desviste al servicio de uno, que solo escucha mientras se destraba el día en una especie de danza pausada bajo los árboles sin hojas pero con nieve.  Suena y se revuelven sobre sí mismos los dichos y los días que sucumben en esta espera que no se vanagloria de nada, solamente de saberse parte de una espera casi interminable. El regreso, siempre es eso, se hace acompañado por músicas dulces, verdades a medias y diferentes improntas. Se acaba una época, me esperan nietos y sabores. Comienzan los momentos de elecciones, de selecciones. Todo forma parte de una vorágine inexplicable, frenesí a destajo, risas locas de despedidas. Mientras tanto sigo con este trompetista, saltando de charco en charco. Recordando, ejerciendo mi derecho a la memoria. 
Descubro una frase de Peter Jenner en la revista Orsai: No hay crisis en la música, sino en el negocio de la música y me quedo pensando. Provoca y se acerca a los ataques histéricos de empresarios, abogados y policías que cuidan los bienes de los poderosos. Ganaron mucho dinero a costa de artistas y de públicos y quieren seguir ganándolo a toda costa. Rastrean en la red y atacan todo aquellos que les haga perder un centímo.
La propuesta original, pienso, en algún momento fue que el creador, solo hace un bien cultural, pero eso nunca quiso decir que ese mismo bien cultural le perteneciera. Es muy simple. Todo artista para crear necesita de ese conocimiento común acumulado en la cultura. Esto quiere decir que todo creador necesita de lo hecho por los anteriores. Todo lo que escapa a esta lógica de crecimiento, carece de sentido.
Ahí tengo a Tomász Stanko y su quinteto entonces sonando con ese control que le da la creación y se parece a otros y sin embargo es él. Hay que buscar otro disco de este trompetista, que grabó en su momento con Dino Saluzzi, de Salta una provincia argentina, que toca el bandoneón y que merece la pena estar en el disco duro de nuestros ordenadores rebeldes. Es algo saludable para nuestros cerebros hambirnetos.
Digo.
 En la noche es cuando todos los gatos se parecen. Se enamoran las luces de las farolas y así vamos desandando lo andado. Memorizamos calles, olores y gestos. Resuenan palabras y acentos que vienen desde el fondo de la historia. Nos tomamos el olivo, nos vamos saludando en cámara lenta. Silbando bajito. Bailan los recuerdos en el fondo de la foto. Nos vamos despacito y por las piedras. Se detienen los rumores de la música sensiblera que siempre nos acompaña. Vamos deshojando margaritas y abrazos, dejamos atrás nombres, manos, miradas, la noche con su grandeza agradece los gestos de amor que sin querer ni premeditar fuímos acumulando en este viaje. Madrid tiene la facilidad para mí, de ser casi mi casa. De haberme visto en una ciudad amable. De haber vivido esta longitud que a veces es la vida que me cobija desde hace mucho. Nos vamos sonriendo para la foto digital, mientras el alma se nos returce de tristeza. 

Ahora que estoy mirando por la ventana, me acuerdo de una cantante argentina llamada Lidia Borda. Cualquiera de sus discos es bueno,  notable y necesario. Pero me acuerdo de su voz, de ese decir tan propio de una ciudad alejada por ahora de mis intenciones. Se destraban las distancias a fuerza de claridad en sus canciones, tangos viejos que vuelven a resolver los enigmas que a veces nos sitian en ningún lugar seguro. Buenos Aires a veces es eso, esa mezcla incesante de rumores y certezas, que se agolpan en el ejercicio cruel de entender la vida. sus ritmos y sus cambios, sus nociones exáctas sobre todo lo que rodea al habitante de esa ciudad en casi el fin del mundo. Alborotan las sangres sus árboles y sus amaneceres, sublevan los atardeceres misteriosos de sus otoños pausados. Allí, en esas calles paralelas se estaciona la voz de muchos. Prefiero por ahora el sonido de la voz de esta mujer que canta desde lo profundo del barrio, de cualquiera, de aquel que todavía no tiene nombre ni geografía, pero barrio al fin y al cabo. Lidia Borda sirve, en mi caso particular, como una especie de faro brillante en medio de la lluvia y el viento, por eso escribo sobre ella y sobre mí.
Falta poco para cerrar este ciclo. Me imagino mi primer café porteño, mi penúltimo cigarrillo en la vereda y el susurro de un habla que siempre me siguió de cerca. La polémica interminable con amigos, el abrazo entrañable de hijos y nietos y el sol manso de abril. Me voy como siempre nos hemos ido, casi en silencio y con algunas certezas. Con la determinación de seguir viviendo con rabias y alegrías, que es lo único que a veces nos merecemos.
Y así destrabando la memoria me quedo con un cuadro de Kokoschka, algunos amigos queridos y queribles por la paciencia y el amor que me otorgaron como una medalla. Ahí queda entonces la sensación de haber vivido plenamente, de haber recorrido la distancia como en un cuento.
Pero por momento entonces, esta mirada pintada por el austríaco esa profundidad trenzada de noches y de vidas que otro detuvo en un lienzo para nosotros. Convivir con esa arisca necesidad que nos lleva siempre, con fiereza a vivir para adelante. La única forma de vivir.
                                               
 







No hay comentarios:

Publicar un comentario