En Zona

viernes, 23 de marzo de 2012

Ustedes tuvieron los relojes, nosotros tenemos el tiempo




No, no estaba bajo un cielo extraño,
Ni bajo la protección de extrañas alas,
Estaba entonces con mi pueblo
Allí donde mi pueblo, por desgracia, estaba.

                                                       Anna Ajmátova


Cuesta pensar el tiempo. Pensarse en el tiempo. Transcurren los años y uno se mece al compás de días, semanas, meses, años. Los recuerdos acompañan este ir y venir. Los nombres, los lugares, nuestros lugares, nuestros equipajes modestos. Amores pérdidos, calles olvidadas, bares abandonados. La vida sujeta con pequeños hilos, el frío de un otoño que no se quita del cuerpo. La noche que por aquellas noches lejanas, parecía eterna. El silencio, los dos silencios, el cómplice y el terrible. La rabia escondida en los suburbios, la rabia de los que conocían el color del dolor que llegaba con rabia también y arrasando. Las horas aquel lejano día eran solo una mueca, se hacía imposible no imaginar lo que habría de ocurrir, se contaban las respiraciones, los látidos y se contaba el silencio.
La Nación y Clarín, dos de los diarios más importantes y secuaces de siempre, saludaron alborozados desde sus portadas. El Fondo Monetario lo hizo 36 horas después. Los habitantes del barrio norte, salieron con sus banderas y sus autos a festejar colapsando una de sus pocas avenidas. La iglesia los bendijo y los hizo comulgar mientras evocaban gestas más antiguas contra otros infieles. Los dueños de la economía, los partidos políticos, casi sin excepeción apoyaron el baño moral que recaía de nuevo en la tierra bendita por ese raro dios argentino.
Es decir se demostraba así y de una vez y por todas, que dios existía, mientras nosotros, todos nosotros no.
Se inició así la construcción del por algo habrá sido, el algo habrán hecho, aquellos que eran, que fueron exterminados. La costumbre metódica de mirar para el otro lado, de aquellos metódicos que siempre hablan del sentido común, sabiendo que siempre es el menos común de todos los sentidos.
Legalizaron la temporada de caza, yendo casa por casa.
Pero también desmantelaron lo que había en pie. Hicieron tierra quemada con hospitales, escuelas, fábricas, universidades.En su lugar reinaron los campos de concentración, los vuelos nocturnos sobre el mar para deshacerse de los rastros. Impusieron la picana, el balazo en la nuca o una inyección para adormecer y no resistir.
Ese día comenzaron a sentirse invencibles.
Creyeron que tapando el sol se decretaba la noche. Algún tiempo después sin embargo, comenzó la resistencia. Como se pudo. Los mecánicos, por ejemplo, hicieron su primera huelga ese año, ante el secuestro de comisiones internas enteras por parte de los aguerridos defensores del estilo de vida. Creyeron que exterminando todo lo que hubiese a su paso impondrían la paz de los cementerios. Fraguaron falsos enfrentamientos contra maniatados, para justificar tanto asesinato. Inventaron colosales fugas de penales de máxima seguridad, para ejecutar por la espalda a temibles guerrilleros esposados. Fingieron operativos colosales para secuestrar de sus camas, matrimonios peligrosos, niños armados hasta los dientes y de paso y como quien no quiere la cosa, llevarse televisores, heladeras, joyas o simples y extravagantes y mortales tostadoras eléctricas venidas de cualquier paraíso de delincuentes subversivos.
Pero desde primer momento se supo la verdad. Eran y siguen siendo la antipatria. Depués de todo, siempre fueron lo mismo. Mercenarios a sueldo del estado. Alentados por los delincuentes civiles de siempre, que todavía tanto tiempo después siguen disfruntando de las prebendas de ese estado que dicen combatir o despreciar.
Esa noche los perros soltaron a sus perros por todo un país, para ejecutar el mayor genocidio desde el exterminio de los indios también llevado a cabo por otros gloriosos e ilustres militares. Esa noche, ellos mostraron orgullosos sus relojes a esa parte cómplice de la sociedad que respiró aliviada ante el fin del peligro. Llegaba el tiempo de ellos. De la justicia implacable e inapelable.
Juraron y orgullosos declararon una guerra. El camino estaba delante.
Esa noche, el frío extraño. La oscuridad más profunda y el dolor ya era, desde hacía tiempo algo compañero. Se detuvo el tiempo, viró hacia el olvido. Los malos había ganado al final de cuentas, solo por el momento.
Pienso.
Amigos entrañables, seres con los que crecí. Nombres que fueron obligatorios en mi camino. Discos, lecturas, pasiones, ideas compartidas. El poncho de los años por aquellos años, nos cobijaban juntos. El primer amor, el primer recital, la primera soledad. Las caminatas por la madrugada buscando razones a un acertijo. El café eterno, el mozo asociado a nuestra levedad y a nuestra seriedad. Ser los mejores, porque todo era posible. Mientras otros estaban demasiado preocupados con las palabras, algunos de nosotros descubríamos otros parajaes, otros nombres y otras memorias con las que crecer era posible.
Muchos años después, en otro país, escribo pensando en ellos. Vivo en ellos y otro 24 me abraza a punto de volver. Veo en todos, ese momento detenido hace treinta y seis años atrás, cuando la noche llegaba vestida de verdugo. Cuando hacían un operativo y cortaban las calles, encerraban los barrios, amortiguaban los gritos de aquellos que indefensos sabían que ya eran memoria antes de ser silencio.
Pero aún así, en esos momentos letales, percibí que ellos no podrían. Esa noche y a pesar del horror que sobrevino y del espanto que nos inculcaron, ellos no podrían ni debían prevalecer. Que más temprano que tarde, serían despreciados y humillados, derrotados y que habrían de pagar sus culpas.
Digo.
Ahora faltan los civiles. Aquellos que desde sus empresas, denunciaron cuerpos enteros de delegados, hicieron negocios, vivaron a los asesinos. Faltan ellos, los que querían desmantelar un estado, antes que pensar solamente en la guerra contra los endiablados guerrilleros. Sabemos sus nombres. Los cargos que ocuparon en bancos, financieras, sociedades. Los periodistas que adularon e incentivaron, pensando en sus bolsillos, a los torturadores. En los que desde las páginas de diarios y revistas glosaron las hazañas de tanto criminal. Los datos y señas de los que brindaron una pátina de respetabilidad a los saqueadores. A los políticos, que saben que el qué calla otorga. A los sacerdotes que bebieron no ya la sangre de Cristo, sino la de los asesinados. La de jueces y fiscales que negaron consuelo y justicia a miles. Ahora deben saber, que iremos por ellos. Que ellos tuvieron los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo.
Porque el tiempo siempre está de parte de la memoria.
Esa noche fue de fantasmas. Fantasmas que fueron perdonados por la clase política hasta no hace mucho. Apuraron su soberbia hasta el hartazgo. Sin embargo hoy están presos, los que no fingen demencias u otras enfermedades para no ir a la cárcel y pagar sus culpas.
También y en medio de esta fecha, recuerdo la única oposición que estos brillantes militares no esperaron jamás: la madres de la plaza, que jueves a jueves desafiaron a la historia misma. En ellas está la posbilidad de haberles puesto nombre y apellido a tanto asesino a sueldo, a descifrar las razones de tanto latrocinio y por último de haber pedido siempre lo imposible. Aparición con vida no es una postura filosófica, es la clave para entender, porque desde ese 24 de marzo, algunos percibimos que estaban derrotados de antemano aquellos que se adueñaron del país para imponernos su visión sagrada de salvación y purificación no pudiendo frenar el ejemplo de un puñado de mujeres, amas de casa en su mayoría, que enfrentaron en las calles a la más sanguinaria de las dictaduras en la Argentina.
Pero esa noche todavía no había señales. Lentamente como una oruga, comenzó la respuesta. De a poco, avanzando con la tenacidad de una raíz, algo indicaba, como la historia nos lo había enseñado, que ningún poder militar era lo suficientemente poderoso como para entronizarse en nuestro país. Por más mundiales ganados, por más dólares baratos que ilusionaran a los argentinos con que éramos derechos y humanos, por más impunidad que hubiese en las calles, por mas guerra de las Malvinas y por más tenebrosa que fuese la vida, ellos, ellos iban a perder a la larga.
Pienso.
Hoy es 24 de marzo, el día de la memoria. Ese día, 36 años, atrás nos quitaron casi todo. Nos quedó la memoria. De a poco, fuímos volviendo a descifrar paso a paso lo que fue quedando de nuestras vidas. Nos costó rehacer casi todo. Cruzamos la noche cargados de sueños, contradicciones, desencuentros, dolores, silencios, algunas alegrías, a veces como extraños. Tuvimos hijos, divorcios, nuevos amores. Algunos preferimos volver a ser turba, piedra, otros en cambio elegimos ser aire. Madera y cielo. Dejamos pedazos nuestros en cada uno de nuestros gestos. Abrazados a su tristeza algunos decidieron quedarse mudos de toda mudez y aceptar el nuevo pasaporte y ser correctos, otros en cambio cambiaron de piel y decidieron dejar colgada junto con la camisa de turno, flecos de su dignidad. No todos pasamos de la mejor forma por ese infierno reglamentado. Se sobrevivió como se pudo. Se juntaron los pedazos que quedaron desperdigados de la mejor manera posible. Nada fue igual, nunca más lo fue. Tuvo un alto costo, muy alto. De a poco y sin darnos cuenta, más viejos, menos asombrados o más asombrados por seguir aún vivos, hemos ido juntando, año a año las pequeñas pistas dispersas de nuestro pasado. Tal vez hoy, muchos de nosotros estemos esperando el silencio que nos habrá de sobrevenir en algún momento. Tal vez hoy, 24 de marzo, muchos querramos estar con hijos y nietos en la plaza, gritando ni olvido ni perdón a los que vendieron la nación, ni olvido ni perdón a los asesinos y torturadores.Tal vez muchos hoy nos reencontraremos para vernos más añosos y con menos o regular salud, sonriendo rabiosamente por nuestros muertos queridos y seguir, mientras se pueda,  disputándole palmo a palmo las fronteras a tanta muerte y tanta desmemoria organizada.





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