En Zona

sábado, 27 de octubre de 2012

Lo dicho

Faltan horas, apenas horas para que me vaya por un especio de tiempo si se quiere breve. Como siempre suele ocurrir con estas salidas, uno olvida cosas, no dice o dice demasiado. Se despide como si fuese a una guerrita particular. Vuelve a producir su cuerpo y su lengua, malos entendidos. Se hieren los que antes nos querían por ese movimiento de alejarse nuevamente.
Me quedo mirando el Río de la Plata. Ancho, color león, furioso cuando sopla el sudeste, castigador no de aquellos que lo surcan en lanchas veloces o veleros de película. Castigador tradicional de los que no tienen nada y viven en sus orillas esperando, siempre esperando la hora de la pesca. En fin. Me quedo mirando ese río, ese mar de agua dulce que despistó a los conquistadores en su momento. Un mar dulce, que baja arrastrando todo a su paso desde el Brasil y también desde el Paraguay. Sumando aguas ríos que desembocan en esa serpiente líquida que baja desde el norte.
Es este un país de aguas y barros.
Ese río ancho, lejano y a la vez presente en los látidos de nuestras vidas. En el se reclinan los suicidas y se apoyan los que quieren ver el otro lado de un mundo que los ha olvidado hace muchos siglos.
Este país de barros y aguas sin soplo divino ni nada que se le parezca. Y sin embargo pendiente de las corrientes que surgen de su costado, vive mirando esa mancha marrón que no cesa de moverse, de cambiar a cada momento como si ese río perpetuo fuésemos nosotros o por lo menos una especie de alter ego, que nos tiene amarrados desde el momento mismo en el que el conquistador bebió el agua de esta mar dulce.
Digo.
Me pongo cachondo y leo:

TALA

Llévese estos ojos, piedritas de colores,
esta nariz de tótem, estos labios que saben
todas la tablas de multiplicar y las poesías más selectas.
Le doy la cara entera, con la lengua y el pelo,
me quito las uñas y dientes y le completo el peso.
No sirve
esa manera de sentir. Qué ojos ni qué dedos.
Ni esa comida recalentada, la memoria,
ni la atención, como una cotorrita perniciosa.
Tome las inducciones y las perchas
donde cuelgan las palabras lavadas y planchadas.
Arree con la casa, fuera de todo,

déjeme como un hueco, o una estaca.
Tal vez entonces, cuando no me valga
la generosidad de Dios, eso boy scout,
y esté igual que la alfombra que ha aguantado
su lenta lluvia de zapatos ochenta años
y es urdimbre nomás, claro esqueleto donde
se borraron los ricos pavorreales de plata,
puede ser que sin vos diga tu nombre cierto
puede ocurrir que alcance sin manos tu cintura.

 

Y me dejo llevar por ese escritor grande que se llamó Julio Cortázar, que desde esas latitudes que tienen las noches, escribió y sumó palabras y mensajes en esta radical forma de buscar que tuvo este escritor, que también escribió poemas. Nos hizo viajar libres por mares que parecían ríos y ríos que parecían siempre las mejores mujeres.
"Rayuela", "El Libro de Manuel", "Bestiario" son solo partículas de una biblioteca gigante e inmortal que nos busca el origen y que nos lleva a cualquier parte.
A veces nos olvidamos un poco de él. Lo dejamos entre nuestros libros, abandonamos sus libros manoseados, ajados, leídos y subrayados entre nuestra ropa interior o entre la ropa interior ocasional de esos amores locos, que algunos alguna vez transitamos como la lava enloquecida de un volván demasiados años apagado.
Ahí están sus palabras, sus juegos. Sus amores narrados para nosotros, eternos buscadores de La Maga en cuanta mujer se nos cruzara por la vida. Están esas preguntas que se derritieron entre nuestros cuerpos en más de un amanecer.
Ahí está Cortázar amando el jazz como la música infinita. Ahí está en fotos que lo detuvieron para siempre. Su voz descolocando a Cronopios perpetuos, entre los surcos de un viejo disco de vinilo, robado allá por los finales de los años sesenta. Entre sus cuentos, estaba el dedicado al Torito de Mataderos, un boxeador arisco, difuso y olvidado por los aires triunfalistas que siempre suelen acometernos, a nosotros los porteños. De esa literatura se desprendieron poemas, que también fueron sumando.
Porque de alguna forma irónica, much os quisimos ser Cortázar y que muchas fuesen La Maga y perdernos juntos por esas calles lejanas de una ciudad siempre eterna y que alimentó todas nuestras fantasías de colonizados culturales que siempre hemos sido.
Así Rayuela era un juego que jugaban las niñas en las callecitas porteñas y a la vez era un juego con una ciudad de fondo. Pero no cualquier ciudad. Sino una ciudad lejana, pero conocida. Errante y anhelante.

Una carta de amor


Todo lo que de vos quisiera
es tan poco en el fondo
porque en el fondo es todo,
como un perro que pasa, una colina,
esas cosas de nada, cotidianas,
espiga y cabellera y dos terrones,
el olor de tu cuerpo,
lo que decís de cualquier cosa,
conmigo o contra mía,
todo eso es tan poco,
yo lo quiero de vos porque te quiero.
Que mires más allá de mí,
que me ames con violenta prescindencia
del mañana, que el grito
de tu entrega se estrelle
en la cara de un jefe de oficina,
y que el placer que juntos inventamos
sea otro signo de la libertad.


 Y así, me recuesto estas horas, esperando el viaje. Dejo pasar el tiempo, me reclino sobre la tarde que se congestiona esta sábado por la tarde. El calor se vuelve indesficrable, lento, casi parsimonioso y me dejo estar.
Alguna vez, me crucé con él. Eran los días previos al regreso de la democracia en este país. Ya estaba mortalmente viajando hacia la nada. Diciembre del '83 y toda su carga y él, parado mirando hacia el río. Le quedaban dos meses de vida y ya saboreaba el olvido que se le venía encima de la mano de esos postmodernos que querían domesticar un país de negros y descamisados como eran, como éramos.
Cortázar, que ni siquiera fue recibido por las autoriades elegidas democráticamente, percibía los tiempos que vendrían. Lo hizo con esa forma suya de ser. Con esa calma que lo acompañó siempre. Se despidió de aquello que merecía la pena despedirse, hizo sus maletas y se volvió a París.
Dos meses después estaba muerto. El gobierno exultante por su triunfo incuestionable, no dijo nada al respecto. Ni hubo comitivas ni enviados especiales a Montmartre, ese día de lluvias e invernal, que siempre suele ser París en invierno.
De a poco, algunos volvimos a releerlo, a descubrirlo y a vivir ese reencuentro con lo mejor de nosotros hecho literatura.
Pienso.
Ahora que me voy, ahora que por fin se acotan los plazos. Percibo reclamos nocturnos. Escondidos entre bromas, que dejan traslucir otros puntos de vista. Lo no dicho, lo que no se dice queda palpitante en un baile inconcluso.
Ganas de firmar la paz. De dejar correr el agua. De quedarse en silencio. Si se tiene que explicar todo, ya nada tiene gracia.
Me voy sin explicar nada entonces a esa noche que se me duerme en brazos de otro siempre. Y que está bien.
Me voy, regreso a una ciudad que siento mía. Vuelvo a sus cafés a redondear las partes de mí que siguen creciendo ciegas cada vez que ejercito el recuerdo para entender este presente.
Vuelvo a los afectos, a saldar cuentas, a refrescar mi cuerpo y mantener mi amor.
Me dejo llevar con un Quique González o un Tupelo Honey de Van Morrison eternos, bajo el brazo. Ahí me despido y ahí me derrito en mi ciudad. 
 Lo último de un trío tremendo llamado The Bad Plus. Cuesta seguirles el tranco. Pero este "Made Possible" es notable en este último movimiento que viene desarrollando el trío. Jazz de primera calidad, que aunque combatidos por los puristas de esta farmacia y despreciados por los dueños de la última verdad disponible, logran su cometido. Es un disco perfecto para sentir como se nos desprende la gelatina que solemos acumular entre oreja y oreja y nos impide descubrir y descubrirnos a nosotros mismos como personas capaces de seguir avanzando entre tanto superviviente a reglamento.
Un disco formidable que me sacude la modorra de un sábado por la tarde en medio del calor que comienza a arrasar este puerto del sur.
Entonces lo dicho. Vale la pena sacarse prejuicios, siempre vale la pena desnudarse y tratar de ser feliz.
Digo.
Todo seguirá en este fin de temporada. Allá me espera, según parece, un otoño algo rabioso. Me anudaré la bufanda y volveré a ser un paseante accidental. Volveré a mirar y a ser mirado, mientras los días se mueren de aburrimiento.
Dejo acá ese sitio mágico, que ahora ser convocante. Me alejo por un ratito dejando atrás desencuentros artificiales, porque se desencuentran siempre los que no quieren encontrarse, los que tienen otras obligaciones o los que simplemente, prefieren ser sombra y no molestar.
Mañana cierro octubre, a bordo de un avión. Me llevo libros, algo de ropa, las ganas de beberme los vientos y en una de esas hago como el personaje de "Amélie", que un día, un buen día se va y comienza a mandar postales.
En fin. 
 Vuelvo a mirar ese río, que alguno bautizó como de la Plata. Ancho, un mar casi sin olas, que une dos o más países a su paso. Un sitio definitivo para entender un poco más, un poco mejor esta ciudad, este puerto convertido por obra y gracia de sus habitantes en una especie de capital del mundo.
Ahí está el río que rodea casi la mayoría de los puntos interesantes de estos barrios. Ahí en poco más habrán  de reunirse antiguos marinos en tierra, que munidos de cañas y cordeles, anzuelos y engaños varios, intentarán pescar algo. Otros irán con frutas en un auto nocturno a comer mandarinas y jurarse imposibles antes de cualquier imposible. Otros surcarán en sus veloces lanchas, sonrientes para la foto, esa felicidad que los aleja de todo mal o en sus costosos veleros a salvo de tanto mal olor y tanto pobre irredento.
 Asi las cosas, me voy un tiempito. Sonriente y casi feliz de volver a una ciudad que me trató muy bien, que me hizo diferente y por sobre todas las cuestiones, porque, soy un gato y como todos los gatos siempre soy lejos mal que les pese a los domesticadores de turno.
Madrid es la ciudad de los gatos, por eso, vuelvo un ratito nada más.
Qué no sea nada.
 

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